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jueves, 31 de agosto de 2017

El día del tiburón (1976)

Portada del original. Fuente: ABC.
Vamos a cerrar este agosto tan extraño con un delicioso reportaje publicado por el mítico e inefable Tico Medina en el semanario del ABC nada menos que en 1976, a rebufo de la película de Spielberg. Parecería extraño que un amante de los tiburones (vivos) recomiende la lectura de un texto que habla de su pesca y muerte, pero es interesante entre otras razones porque nos permite hacernos una idea de cuál era la mentalidad que teníamos en aquel entonces en nuestro país hacia estos animales y qué era lo que sabíamos de ellos.

     El escaneado del reportaje completo, con estas y otras fotos, está a disposición del público en la extraordinaria Hemeroteca Digital del ABC, que vale la pena recorrer de vez en cuando. El texto está transcrito respetando la ortografía y uso de la cursiva del original. Que lo disfrutéis.

Bueno, que Dios me perdone si yo lo que quiero es cazar, matar, un "Carcharodon carcharias" —el fabuloso blanco de la película—; pero, vaya, si se pone a tiro, también que lo intentaría, intentarlo por lo menos, bien lo sabe Dios. Lo que sí quiero decirle a usted que me lee es que esta vieja historia de matar un tiburón, en mi vieja sangre de reportero, no es de ayer ni de hoy, es de muy lejos. Me viene arrastrando desde las playas calientes del Caribe, de aquel día en que contábamos historias de tiburones, por ejemplo, en la tabernita del viejo San Juan, en Puerto Rico, con el hombre de la argolla en la oreja derecha.
     —Pues —decía el capitán aquel— yo he encontrado en un plato de sopa de tiburón los gemelos de un viejo amigo mío. Los gemelos de su camisa. Estaba tomando una copa en el yate aquel de los cubanos mafiosos, cuando alguien le empujó, porque sabía mucho. Aquella era una playa de tiburones. Nunca más se supo de él hasta aquel día de mi sopa.

SON PELIGROSOS LOS TIBURONES QUE PASAN DE METRO Y MEDIO...

Tengo a mano, además, algunas preguntas que he hecho a Jerónimo Bravo de Laguna Cabrera, un joven sabio, a quien hemos encontrado en su laboratorio de Oceanografía de Tenerife, entre el inquietante mundo de sus peces, sus terribles y tiernos peces en los que trabaja. Bueno, bien es verdad que no es Hooper, físicamente, pero en Jutiología [sic] sabe un rato. Nos ha puesto encima de la mesa de trabajo aquel trozo de tiburón que ha extraído del fondo de la nevera, envuelto en un plástico y ha dicho al periodista:
     —¿Que si el tiburón es un animal feroz, matador? Pues mire: dada la enorme cantidad de especies que existen en el globo, prácticamente es imposible aventurar cualquier opinión o generalización sobre este asunto, en este sentido. En principio, sin embargo, se puede afirmar que todo tiburón de talla superior al metro y medio es peligroso. No obstante y a pesar de las inmensas investigaciones sobre el comportamiento de estos peces, no existen normas fijas que permitan asegurar en un momento dado si el tiburón va a atacar o no. Un mismo individuo que en aguas claras y de día, huiría de un submarinista o un bañista, al atardecer y en aguas turbias podría atacarlo simplemente por confundirlo con una posible presa. Hay una serie de factores, como la temperatura, que hacen que una especie sea muy activa y peligrosa en unas zonas, mientras que en otra se comporta de una forma distinta. Este es el caso del tiburón martillo, que en Canarias está considerado como inofensivo, y que sin embargo, en aguas más claras, del Atlántico, es temido por su agresividad.

MÁS DE VEINTISIETE ESPECIES DE TIBURÓN EN LAS ISLAS CANARIAS

Al sur de Lanzarote, salimos aquella mañana, desde la playa blanca, de Puerto del Carmen. El barco era rápido y limpio. Un barco para hacer pesca deportiva para turistas e iniciados. Veníamos buscando al inglés, al kenyatta, que vive en estas aguas hace años, uno de los grandes pescadores de estas latitudes, pero no fue posible. Así que subimos con Luis Lumpierre, el pescador de la gorra azul, aquel de los pies anchos y Juan Calvo, y Fernando Corujo, por ver si encontrábamos tiburón.
     —Oiga, que yo no lo garantizo. Llevaremos carnada, y si hay suerte... no hay quien diga, traeremos tiburón, porque no está atado a ningún sitio... ¿sabe, cristiano?
     De todas formas, Carchenilla estrenaba sorpresa y yo sentía que mi corazón hervía como una vieja olla al fuego. La pasión era mi fiel compañera de viaje.
     —Una vez iba yo ahí, justo donde está usted, y llevaba los pies dentro del agua, es más, atado a uno el hilo de un cebo puesto. Oigan, y no se lo querrán creer, pero enganché un tiburoncito, pequeño, pero vaya...
     Luis va quitándole la cabeza a las caballas, que serán nuestro cebo, bueno, el engaño del tiburón. He rezado algo por bajo, a la Virgen de los Volcanes, que allí tiene su ermita y que, desde aquí, blanquea, mientras dejo que el sol me dé en la cara y pregunto suavemente. Luis cuenta, sin levantar los ojos de las artes que prepara mientras el chico que le acompaña machaca sardina, y el caldero se va ensangrentando velozmente, alarmantemente:
     —Yo he matado más de cien tiburones.
     —¿Se dice pescar o matar?
     —Lo mismo da, pero nosotros decimos matar tiburón. Nosotros le llamamos al tiburón grande janeguín...
     Muerdo sin fumar de la pipa de maíz de Michigan que me ha regalado Juan, que aquí está deseando estrenar su trabajado traje de submarinista, porque a él le gusta la mar desde abajo.
     —¡Muchacho, tu sancocha, sancocha!...
     Lo dice por el chico, que con el mazo hace la masa del caldero. El barco suena toc-toc-toc. Lanzarote va quedando atrás y ahí tenemos la isla de Lobos con su farero al fondo, que quizá nos vea, y aquella calita increíble, donde bajan a bañarse los conejos.
     —Nosotros, en cuanto que esté listo lo de la caballa, vamos a ir echando, porque ya es hora, por si nos vienen siguiendo...
     Decimos que sí, y reunimos palabras, en la cubierta del barco, y cuando ya hemos perdido de vista Lanzarote, y estallan al sol las playas de Fuerteventura, al norte, Corralejo, el Náufrago, el bogavante, con la manchita de la Casa de la Ballena... Repaso estas notas al sol, oliendo toda la mar, escuchando al tiempo; toc-toc-toc. Jerónimo, en el Instituto Oceanográfico que decía:
     —¿Las clases de tiburón que hay en las Islas Canarias? Pues hasta ahora han sido descritas más de veinticinco especies, exactamente veintisiete, que corresponden a veinte géneros y a diez familias. En estas especies hay algunas que no sobrepasan los treinta centímetros de longitud total, como es por ejemplo la Negrita, y que vive a partir de los cuatrocientos metros de profundidad...; y hay otros como el Jaquetón, que ya hemos hablado, el "carcharodon charcharias" [sic], que alcanza los once metros de longitud total, siendo junto al Peregrino, que puede llegar a los quince, los mayores tiburones conocidos en estas aguas...
     Total, que nos van dando las horas aquí, bajo el sol que me encrespa. Juan fuma un cigarrillo. Fernando sueña un poco. Ángel otea el horizonte con sus ojos de acero. Luis narra aquel día que perdieron el sueco que pescaba y encontraron después el "peje cuero", o el tiburón de piel muy fuerte, que llevaba dentro su bañador, el bañador del sueco, oiga, que es de escalofrío. Nunca más se supo. Hay quien dice que también llevaba un zapato, pero no hay que olvidar que el tiburón tiene mucha literatura, y que es animal de muy mala prensa, como el lobo...
     Hasta que de pronto Luis ha levantado su mano, su gorra marinera que le trajo un alemán, hasta merecer el nombre de "Almirante Canaris", y ha dicho con una voz fuerte al tiempo que el sol se iba escapando:
     —Muchos días vamos a tiburón, y no encontramos. Y otros que salimos a pescar para llevar a casa lo elemental, se nos lleva toda la carnada...
     Así que a recoger las cañas plantadas, con el fuerte hilo, sin llegar a ser de cuerda de piano. Y a terminar de echar al agua el cacillo de salsa de sangre. Y a volver a casa con el alma en un hilo.
     Así que debemos esperar a que el inglés, el de Kenia, el hombre rubio, alto, vuelva de su silencio. Luis no ha tenido suerte y nos despide con una cierta amargura, con los pies clavados en la arena blanca de la playa.

     "El gran pez se movía silenciosamente a través de las aguas nocturnas, propulsado por los rítmicos movimientos de su cola en forma de media luna. La boca estaba lo suficientemente abierta para permitir que un chorro de agua atravesase las branquias. Apenas sí se notaba ningún otro movimiento. Alguna otra corrección de su trayectoria, aparentemente sin rumbo, elevando o bajando un poco una de sus aletas pectorales, tal como un pájaro cambia de dirección, hundiendo un ala, y alzando la otra. Los ojos no veían en la oscuridad y los otros sentidos no transmitían nada extraordinario al pequeño y primitivo cerebro. El pez podría haber estado dormido, exceptuando los movimientos dictados por inenarrables millones de años de continuidad instintiva: faltándole la vejiga de flotación común a otros peces y las temblorosas aletas con que hacer pasar el agua transmisora de oxígeno a través de sus agallas, sólo podía sobrevivir moviéndose. Si se detuviera, se hundiría hasta el fondo y se moriría de anoxia"...

     Total, que este hombre es Kenneth, este hombre que me tiende su mano grande y enérgica, y que se parece tanto a Chuck Connors, por ejemplo. Es un deportista nato, y un conocedor de la mar y su aventura. Lleva siete años en Canarias, aunque ha nacido en Kenia, entre los treinta y cinco y cuarenta y cinco años, y el sol le ha curtido la piel fuertemente, durante mucho tiempo de su vida. Se le nota también como una cierta transparencia de sentimientos, y me cae bien desde el principio, nada más subir a bordo del "Gladyus". Habla un español muy decente y sabe a lo que venimos.
     —Bien. Miren. Yo he traído el primer barco para pescar tiburón a estas islas, así que conozco mi oficio. Pero... Ya veremos. Eso no es fijo, senior. Usted puede salir al atún y pescar un tiburón azul, que allí llaman queya. O un pez martillo que aquí llaman aniquin... O un marrajo de cien kilos... pero... no obstante, vamos, vamos, aquí no hacemos nada.

"Ken, siete años en Canarias dedicado a la pesca de grandes peces, muestra la mandíbula de un tiburón". (Foto: ABC).

LOS TIBURONES SE ESTÁN ACABANDO POR CULPA DE LOS JAPONESES

Vicente Mompó, presidente de la Cámara de Comercio de Albacete, ha venido también a la pesca del tiburón. Vicente es un enorme enamorado de la mar a vela, y no quiere perder la ocasión posible de vivir una "aventura como ésta". Ken sube arriba, a la toldilla superior, y aprieta el timón. Abajo, en torno a la silla giratoria, rodeados de cañas, biodraminados hasta el fin, como cada hijo de vecino, los alemanes toman el primer bocadillo de la mañana.
     —Bueno, la verdad es que hace seis años, cuando yo llegué aquí, había muchos más tiburones en Canarias, lo que ocurre es que se están acabando. ¿Y saben ustedes quién tiene la culpa? Pues, por ejemplo, los japoneses, que están acabando con toda la pesca de por aquí... Veremos a ver si hay suerte. No sé, parece que el día es demasiado tranquilo y conviene que haga algo de mar, por lo menos un poco de viento...
     —Oiga, Ken, y dígame usted —vamos arriba, dándonos todo el viento en la cara—: ¿cuántos tiburones habrá matado usted en su vida deportiva?...
     Ken hace unos números mentales.
     —Por lo menos, dos mil, en siete años...
     —¿Dos mil?
     —Oh, sí, dos mil... No es una cifra espantosa. Es natural, tenga en cuenta que salgo todos los días a pescar... Todos los días durante muchos años.
     Y ha seguido en lo suyo. Sé también que ha puesto banderillas de señales a más de quinientos tiburones. Esto es, a bordo lleva Ken unas tarjetas con una breve lanza que en algún momento deben colocar clavada en la piel del pez que encuentren. Digo piel, si es que es pez, como éste, sin escama. Es una marca que ellos anotan luego en una ficha que deben enviar a los Institutos correspondientes. 
     —De esas quinientas que hemos puesto, ya hemos tenido referencia de unos doscientos, y sabemos que, por ejemplo, dos que hemos marcado aquí, en estas aguas, han aparecido en las Bahamas, donde fueron pescados, y otros en Marruecos, y hasta alguno en Inglaterra, que eso es realmente difícil...
     Llegamos al punto, que otea con los ojos azules, o grises, según la mar que navegue en ese instante Ken. Ordena parar los motores. Todo está listo. A popa, la caldera con la carnada, que ya conocemos su fuerte olor a pescado macerado. Las cañas listas, relucientes, vibradoras. 
     —El tiburón está donde está el pescado... ¿No ve usted allí como una mancha de aceite? ¿Podría estar allí? Claro que sí... Vamos, vamos...
     Ken prepara los sedales, los carretes, coloca a los turistas, a los que salieron a la mar, tal día como hoy, a ver qué ocurre, a los que dicen que saben lo que es una caña, a cada uno en su sitio, canturrea, les da unas lecciones breves, los coloca en cada esquina, y sube arriba, donde hablamos. Me cuenta de la carne de tiburón que es buena, de aquel record de Dean, en Australia, llegando a pescar un tiburón inmenso de más de 1.000 kilos (exactamente, de 1.208 kilos), con una caña especial... O del matrimonio Dyer (Bob y su mujer), que están en todas las marcas, en las aguas calientes de nuestros antípodas... Del inmenso tiburón que hay en Méjico y en Sudáfrica... Repasamos recod y nombre, y ahí está Ken, con los peces difíciles, los duros pescados de la deportividad...
     —Y así es la vida, quizá hoy...
     Pero no está aquí en este instante. Sabe que sería hermoso que hoy cazáramos un tiburón, y lo desea con toda su alma, pero aguanta, como si fuera de granito. Toma algo, bebe un poco de algo y sigue mirando a su derredor, diciendo, en voz baja, tierna, suavemente:
    — ¡"Shark"!... ¡Hermano "shark"!... ¡Ven pronto!... ¡Te necesito!

LA MAYOR CONCENTRACIÓN SE PRODUCE EN AGUAS TEMPLADAS Y CÁLIDAS

     —En el grupo de los tiburones existen especies pelágicas, batipelágicas y bentónicas. Las pelágicas viven entre los cero y los doscientos metros de profundidad, aproximadamente. Normalmente son especies de coloración oscura en el dorso y blanquecina en el vientre. La cola de estas especies pelágicas es parecida en general a los atunes, con la parte superior e inferior aproximadamente del mismo tamaño. Son activos nadadores y se alimentan especialmente de peces, como caballas, sardinas, atunes. Especies características de este grupo son el marrajo y la tintorera, también llamada en Canarias la sarda o aquella [sic]... Luego están los tiburones batipelágicos, que son aquellos que, sin vivir ligados al fondo, viven cerca de él y realizan a lo largo del día desplazamientos verticales en el seno de la masa de agua. Normalmente están a profundidades mayores de los doscientos metros. La coloración de los mismos suele ser oscura y, en muchos casos, negra. Es frecuente que presenten espinas venenosas en el borde anterior de las aletas dorsales. Como especies características podemos citar el cerdo marino, la mielga, el carocho... Y, en general, son activos nadadores que se alimentan fundamentalmente de peces y cefalópodos (potas, calamares) que con ellos comparten el mismo medio. Y, por último, están los tiburones bentónicos, que viven ligados al fondo. Son normalmente de pequeño tamaño, bastante sedentarios, con coloraciones en las que predominan los tonos amarillos con manchas negras. Se alimentan principalmente de peces de pequeño tamaño y de crustáceos, y se suelen encontrar a poca profundidad, sobre la plataforma continental.
     No es nuestro día de la suerte, eso es indudable. Ken, aun sin perder su gallardía, su empaque deportivo, está desilusionado. Pero damos vueltas y más vueltas y el viento no levanta ni suave brisa. Algo se ha pescado, claro que sí, para que se retraten los invitados a la excursión junto a sus piezas y sus cañas, el souvenir de los que fueron por tiburón y encontraron la pequeña y gracias y riquísima vieja, por ejemplo, pero nada más. 
     —Ea... Volvamos...
     Desde Arrecife vemos que viene un alto barco de vela. Trae las velas deshinchadas y los altos mástiles quietos. Suena el motor.  
     —Lo siento, seniores... Quizá mañana... 
     —No importa, Ken, viejo amigo, ya no importa...

Fuente: ABC.
A BORDO DE "EL DORADO", UN BARCO CON CIERTA HISTORIA 
 
En mi libro de piel negra, lástima que no sea encuadernado en piel de tiburón, que todo se andará, dice, puede leerse, reunido de aquí y de allí:
     "El olor de la sangre es el reclamo más importante.
     "Ciertamente, aquel día en el "Indianapolis" hundido, el barco que había llevado la atómica hasta el Japón, murieron más de mil hombres devorados por los tiburones..."
     —¿Y a qué cosa atacan?
     —A cualquier cosa.
     —¿De veras? ¿A todo?
     —Prácticamente, sí, a todo.
     Lo que sí está claro es que los tiburones hacen tantas cosas no características que el "azar se convierte en norma".
     Esto es importante, lo rubrico, lo anoto de nuevo.
     "El tiburón, sin embargo, no es malvado. No es asesino. Simplemente está obedeciendo sus propios impulsos. Sus propios instintos. Tratar de ajustarles las cuentas a peces como éstos, es una locura..."
    
En la noche hemos volado hasta Gran Canaria. Hay posibilidades de que mañana en Puerto Rico, quizá..., quién sabe. Sí sé que nos acompañará Scherschinsky, un alemán de vida increíble, fabulosa, que es el director general de la Marítima Insular, un enorme conocedor de estos mares. Él y sus barcos —Ken es su socio— conocen palmo a palmo de estas profundidades y hay en su haber en estas aguas records mundiales interesantísimos.
     Conque aquí estamos, con las ojeras hasta el alma, y Miguel Magrans de compañero de este viaje. Miguel ha dejado sus complicaciones y sus trabajos para estar en la aventura.
     —Esperemos tener un buen día... y tiburón, que es lo más importante.
    
No nos interesa otra cosa. Esto hace ya daño al hígado.
     "El Dorado" deja una larga estela en el agua. Francisco, José, Agustín, lo repasan todo. Ya me es una faena, diría yo, que familiar. "Vamos a buscar, no obstante, algo de caballa fresca." Y la encontramos pronto y ya lista. La trae una barquita que se llama "Bienvenida". Y luego, otra, que se llama "Julia Delia" y que nos regala también pescado fresco, que salta un rato sobre cubierta. Yo estoy deseando, lo juro con una mano sobre el Evangelio, sentarme ahí, en esa silla fuerte de popa, atarme el ombliguero... ¡Vaya si quiero, Dios mío!...
     —Oiga, Francisco... ¿Y pescaremos tiburón?     Francisco levanta a mi pregunta sus ojos del sedal:
     —¡En el agua están!...
     A lo lejos se ven los grandes barcos, que se llevan el pan de la mar, Dios sabe dónde; ya ni cambian la tripulación en tierra, sino en helicóptero. Dice Horts que habría que revisar nuestra política marina, y yo lo creo también con toda mi fuerza.
     —Mire usted, Medina me descubre Horts—: este barco en el que estamos hizo en un solo día tres records del mundo de pesca deportiva...
   
  Pero yo —que perdone el anfitrión— estoy en lo del escualo. Tengo mi cabeza a tiburones.
     —Francisco, ¿y habrá suerte?
     Francisco vuelve a mirarme bajo su sombrero de paja:
     —Yo estoy rezando, oiga.
  
 
EL TIBURÓN HA PICADO; VEINTE MINUTOS DE EMOCIONES

Vicente mira al horizonte. Se está echando la sopa terrible a la mar desde hace un rato. Las cañas están tensas, listas, preparadas. José y Agustín van a proa, a babor y a estribor, con sus largos sedales en las manos, con las liñas a punto.
     ¡Ay, si encontráramos tiburón!...
     ¡Ay, si lo encontráramos! Aunque sea fieroso no me importa! dice Francisco, que tiene puesto el sombrero.
    
Y nosotros no hemos traído ni sangre de cerdo, como llevan otros. Es muy bueno para pescar el tiburón, pero no se debe hacer en la pesca deportiva...
     Se ha levantado algo de viento.
    
Sí, hay viento..., pero no suenan las cañas...
     Horta nos habla del petrolero "Tigre", alemán, aquel que tomó parte en la "Operación Bismarck" y en el que él iba de marinero... Y de pronto:
     "¡Tiburón! ¡Tiburón!..."
     Subo arriba, rápido... a la toldilla. Y veo un círculo gris en torno a la boya donde está la carnada. Es algo que se mueve rápidamente. Un instante antes he caminado hasta proa. Llevamos cuatro horas dentro de "El Dorado", y Vicente me ha dicho, quizá para consolarme:
     No te preocupes, hombre. Huele a tiburón.
     Y, en seguida, el ruido leve, y hermoso, del carrete de acero: Rrrrrrrrrrrrr. Y el salto de Francisco hacia adelante. Y José y Agustín diciendo suavemente, sin levantar la voz...
     ¡Es un tiburón o un pez grande, estoy seguro!...
     Horts se lo agradeceré toda la vida me grita desde abajo:
    
¡Ea, a sentarse en el sillón; ese tiburón es suyo!...
     La sangre se agolpa en mi frente. Veo la aleta negra, emergiendo del agua, en torno a la boya. Francisco ya lo tiene enganchado. Ha picado, ha comido de la caballa fuerte, está ahí..., y de pronto, mientras me siento en la silla, y me atan el ombliguero fuerte y clavo la caña en el dedal de hierro, y los pescadores se ponen guantes fuertes, y me atan con aquellos garfios a un sitio fijo, siento que ha llegado el momento y escucho cómo cae mi sudor sobre mi hombro, lo escucho:
     ¡Ha vuelto a irse, y picar otra vez!... Adelante, adelante...
     Siento un largo temblor. Mi misión es hermosamente fácil. Debo soltar carrete rápido, echando la caña hacia abajo y, luego, subirla arriba, con toda la fuerza, hasta que no pueda más. Y siento, así, el tirón terrible del tiburón, abajo, aún en lo profundo, el enemigo querido y deseado. ¡Y establezco con él una comunicación íntima, palabra a palabra, sin que salga a mis labios! Mi corazón está en ese instante más con el viejo de la novela de Hemingway que con el fabuloso pescador de tiburones de la novela del periodista americano. No tengo una sola cicatriz que enseñar, si acaso, como el jefe de Policía de Amity, la de la apendicitis, pero hay un barco tatuado en mi brazo. Aguanto, doy carrete, levanto la caña y siento el tirón inmenso, una, otra vez, lo trato hacia arriba con fiereza, con toda la que hay en mi viejo cuerpo gordo, y le doy hilo con dulzura, como si le acariciara...
     ¡Es grande! dice Francisco, que está feliz viéndome sudar, y sufrir, y gozar...
     ¡Es grande! ¡Es largo!... ¡Es una queya!...
     La queya, recuerdo mentalmente, es el tiburón azul. Carchenilla retrata emocionado. Mompo, también. Horts me aguanta en la silla, y yo por dentro lloro y río, y peleo, y dialogo con el pez que viene de la profundidad...
     Hasta que veo, ahí mismo, su cabeza, negra, acharolada, inmensa. Lo han cazado ya, con los garfios fuertes, terribles. Y Francisco con el palo lo golpea duramente, contundentemente, pero sin maldad, si cabe la palabra. Yo sé lo que escribo. Francisco lo atonta primero, lo medio mata, con el palo corto y fulminante. Y veo cómo lucha, por último, aún en el agua, dejando un breve reguero de sangre; cómo trae el estómago fuera de la boca... de la lucha con el anzuelo y la carnada mortal...
     Y siento en ese instante una sensación de alivio y de dolor a un tiempo. Horst ha dicho así, lleno de agua salada hasta la rodilla, empapado en el sudor de la alegría como yo, tan grande, tan fuerte, con su claro acento canario-alemán:
     ¡Es una hembra!...
     Siento frío. El tiburón es largo, reluciente, chorreante. Se mueve largo rato con ferocidad, con fuerza. Lo están fijando a popa, despacio y con mano segura, habitual. El mazo queda sobre la cubierta, sin una mancha de sangre.
     Pero Dios es grande. Porque cuando Carchenilla pone sobre el vientre blanco la mano temblorosa, del vientre todavía jadeante sale, escapa... ¡el pequeño tiburón!
     La queya está pariendo en la muerte. Y pienso yo que éste es el ciclo que Dios perpetúa, y me siento feliz de hacer algo... Y todos vamos, uno a uno, empujando esa piel fláccida y moribunda, de la que van saliendo, uno a uno, uno a uno... los primero cinco; luego, diez...
     ¡Todavía quedan!...
     Es el alumbramiento en la mitad de la mar. Es la vida tras la muerte. "Por eso no peleó demasiado", dice Francisco. Y uno a uno, cada uno de los pequeños tiburones, del tamaño de dos cuartas de una mano grande, van saliendo por el útero de la madre directamente a la mar. Primero tiemblan un instante en la mano del mamífero que le dio muerte a la madre y, luego, caen de espaldas al agua..., para, inmediatamente después, nadar rápidamente, milagrosamente. Y si no hay cerca un pez grande como dice el refrán, ese tiburón, y ése, y ése, y ése y aquél, y el otro y el otro... que vamos ayudando a nacer bajo el sol que ya declina, vivirán hasta que otro hombre, quizá en otra larga hora, en otra jornada, en otro día, lo massacre...
     ¡Hasta treinta y nueve!...
     Dicen que hay un record de ochenta.
     Pesará cien kilos, más o menos.
     Sí, es una queya grande...

Fuente: ABC.
     Agustín va a popa, ya recogiendo sus liñas, sus obispos, sus pescados pequeños, siendo grandes. Una tensión relajante se apodera de todos nosotros... La barriga del tiburón ha quedado blanca y quieta, fláccida...
     José, arriba:
     ¡Ballena!, ¡ballena!
     Vemos sus chorros a babor, sus largos pitidos, su salto de espuma sobre el mar, la mar, que se va volviendo gris, azul. No quiero lavarme las manos, ¿por qué hacerlo? Me gusta sentir esa saliva de la vida que traían los pequeños peces al nacer...
     Los pescadores beben una copa de ron de Arucas, y están sudorosos y contentos como yo. No me importa que la caña fuera de ciento treinta libras, ni que me duelan los huesos, que me duelen. Ni siquiera que chillen cerca las ballenas asesinas. Pienso que debo volver a cazar al tiburón, grande, blanco, peligroso. Siento que es un veneno.Hablamos de cosas al retorno. Agustín hace tollo (pescado salado en tiras) a proa. Las gaviotas graznan a nuestro alrededor. En el puerto habrá fotos, con aquel otro barco que trajo otro escualo, y a mí no me importa que haya tiburones más grandes, que los hay, que aquel del libro, de la película. Sé que volveré a la mar y que me escribiré historias de tiburones, palabra que sí, y que volveré a pescarlo, con todas mis fuerzas, mis ganas, mi sangre abarrotada. Y sé también, rizando el rizo de esta historia, que, aunque no marcáramos los treinta y nueve tiburones de este día único, conoceré de alguna forma si es uno de ellos el que vuelve a mi anzuelo. Porque yo maté a su madre, pero soy de alguna forma también su padrino de bautizo.
     Y hay algo que no puedo arrancarme del alma. El olor de aquel momento del parto, de la vida. Aquella sangre salada y viscosa. Un sabor excitante y denso. Un sabor familiar. Porque ¿no es el hombre un tiburón en tierra?...

(TICO MEDINA, ABC, 21 de marzo de 1976, pp. 2-16.)

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