Diversidad, biología, evolución, ecología, pesca, conservación, evolución, con especial atención a las especies presentes en Galicia.

viernes, 3 de agosto de 2012

Ese Atlántico que jamás conoceremos

Llegados a estas alturas de agosto, nos vamos a tomar unos cuantos días de vacaciones, durante los cuales os propongo, como lectura de verano, este "pequeño" artículo que hace unos meses escribí para el blog de AXENA, blog hermano en donde de vez en cuando me dejan publicar alguna cosilla de las mías, por supuesto sobre tiburones.
He unido los dos partes de que constaba originalmente y realizado pequeñas modificaciones aquí y allá, en las fotografías y en el texto, como eliminar algunas líneas, añadir otras, cambiar algunas imágenes, etc.
Espero que os guste.



Cuentan nuestros mayores, entre muchas otras anécdotas, que antiguamente las centollas y las nécoras no eran especies particularmente apreciadas. Apenas se les daba importancia, y se usaban mucho para abonar los campos. El mar arrojaba periódicamente a las playas cantidades suficientes para llenar cestos y carros sin mayor problema, tal era su abundancia. Por supuesto, eran comida de pobres.

Al principio estos testimonios nos suenan a batallita del abuelo y solemos acogerlos con cierta dosis de sorna e incredulidad. Pero cuando comprobamos que coinciden con los de gentes de diverso tipo y condición procedentes de otras partes de la ría, el escepticismo se transforma en alarma: esto ocurría hace poco más de medio siglo en la ría de Arosa, hoy una de las más contaminadas de Galicia y, en cuanto a productividad, una sombra de lo que fue. Y desde luego ya ni hablemos de esa suerte de arañas acuáticas, con sus repugnantes pelos y todo, ayer a la altura del estiércol y hoy convertidos en artículo de lujo y reclamo para turistas, ya que los de aquí apenas nos los podemos permitir. Sin embargo, lo más desolador es que, lejos de tratarse de una anécdota limitada a un espacio geográfico concreto, este duro proceso de degradación no es muy diferente del padecido por una buena parte de la costas y mares del planeta en donde el hombre ha metido la zarpa, como el Atlántico que baña las costas de nuestra vieja y gastada Europa. El propio Jacques-Yves Cousteau se lamentaba de que los lugares donde había buceado en su juventud se habían transformado en desiertos sin vida.
(Foto: Alexander Sofonof/Barcroft)

Ciertamente es desolador. Pero lo que hay detrás es bastante peor. Para descubrirlo debemos ir un poco más allá del ahora y del antes de ayer, porque la idea que nos hemos formado sobre la situación de nuestro mar se encuentra viciada por una larguísima trayectoria de destrucción sistemática. Larga desde el punto de vista humano, pero ínfima desde el punto de vista del propio océano.

De forma natural tendemos a valorar los cambios que se producen en todo lo que nos rodea en función del tiempo humano, bien sea nuestra propia experiencia, bien la de la generación que nos precede. Comparamos el mar que conocemos con el que fue y sacamos conclusiones que casi nunca son favorables. Así es como idealizamos el pasado, el vivido y el contado, y lo convertimos en un referente para nuestros esfuerzos conservacionistas (en realidad los que el poder económico nos permite llevar a cabo, pero este es otro tema), porque damos por hecho que nuestro Atlántico se encontraba entonces en un magnífico estado de salud. Lo cual no deja de ser cierto desde un punto de vista humano, pero es rotundamente falso si lo analizamos desde la perspectiva adecuada. Sesenta años o un siglo son mucho tiempo para las personas, pero para el mar no son nada, nada significan. El tiempo del hombre y el tiempo del océano no participan de la misma sustancia, por ello es imposible calibrar correctamente el uno aplicando la escala que utilizamos para el otro. A nadie en su sano juicio se le ocurriría medir en años luz la distancia que separa las localidades de San Xurxo de Sacos, provincia de Pontevedra, de Alamedilla del Berrocal, Ávila; o cuánto se tarda en ir desde el Sol hasta el centro de la Vía Láctea sin pasar de 120 km/h porque ponen multa. Se trata de dimensiones de naturaleza radicalmente disímil. ¿Qué tendrá que ver la inabarcable inmensidad de un ente de 4500 millones de años con la historia de un señor que se pasea por la punta del muelle con un metro en la mano y un Ducados incrustado entre los dientes?

Si no tenemos esto en cuenta a la hora de analizar la situación, seremos incapaces de comprender la magnitud del desastre en toda su asombrosa crueldad. No se trata solo del grado de destrucción alcanzado, sino del vertiginoso ritmo al que hemos arrasado todo. Imaginemos una escena de película de terror: un tipo de aspecto sano, juvenil, brillante, de constitución fuerte y vigorosa, que repentinamente se transformase ante nuestros ojos en un ser decrépito, consumido y enfermo... ¡en apenas un segundo! Pues bien, quizá así estemos más cerca de la realidad: la verdad, como en El retrato de Dorian Grey, la inquietante novela de Oscar Wilde, se esconde bajo la apacible superficialidad de un cuadro.

Con toda probabilidad, el mar de nuestros padres y abuelos ya no era el mismo que el de sus abuelos, ni que el de los abuelos de sus abuelos. Ellos ya no están aquí para contárnoslo de viva voz, pero en su lugar disponemos de testimonios escritos de marinos, viajeros y naturalistas a partir de los cuales nos es posible reconstruir, con bastante precisión, cómo era aquel mar y, sobre todo, de qué forma factores como el advenimiento de la pesca industrial, allá por el siglo XIX, y muy particularmente una de sus artes más destructivas, el arrastre, puso en marcha el proceso de degradación que en estos momentos está llevando al océano al borde de la extenuación (ya ni hablemos, sobre todo a partir del primer tercio del XX, de la contaminación: millones de millones de toneladas de residuos industriales de todo tipo, químicos, radiactivos, plásticos, despachados impunemente al mar...). Estos testimonios nos describen un Atlántico totalmente desconocido, inimaginable, un océano pletórico, rebosante de vida y capaz de sustentar, con sobrada generosidad, no sólo a una infinitud de seres marinos y terrestres, sino de constituirse en una parte esencial de la actividad económica de todo el continente. Veamos un ejemplo.

Gracias a los documentales de naturaleza, muchos estamos familiarizados con un impresionante fenómeno natural que tiene lugar en el extremo sur de África entre los meses de mayo y julio (algunos afortunados incluso han podido permitirse contratar un viaje y pasarse unos días buceando en aquellas aguas). Se trata de la migración de la sardina (Sardinops sagax), tal vez más conocida por su nombre en inglés: Sardine run, cuyas imágenes ilustran este largo post. Llegada su época de reproducción, este pequeño pez se desplaza a lo largo de aquellas costas formando bancos gigantescos que a menudo superan los 7 km de largo por 1,5 km de ancho y 30 m de profundidad, en pos de los cuales viajan infinidad de depredadores: ejércitos de ballenas, delfines, tiburones, aves marinas… conformando un espectáculo colosal que todos los años atrae a miles de turistas y a decenas de operadores de televisión, generando una actividad económica considerable, además de la derivada de la pesca propiamente dicha, que se realiza desde tierra.

Pues bien, algo muy parecido ocurría hace poco más de doscientos años en la otra punta del Atlántico, en las costas septentrionales de Europa (es decir, aquí al lado), aunque, desgraciadamente, sin turistas ni cámaras de televisión que pudiesen dar fe de lo que estábamos a punto de perder para siempre. Se trataba de la migración del arenque (Clupea harengus), la especie más abundante y, de lejos, la de mayor importancia económica de todo el continente. Cada temporada, bancos gigantescos de arenques se desplazaban y arremolinaban todo a lo largo de estas costas, desde Islandia hasta la Bretaña francesa, dando lugar a un prodigioso fenómeno que los europeos de hoy difícilmente podemos siquiera imaginar en un mar comparativamente desierto y apenas productivo (1). 
Tan pronto [los arenques] abandonan su retiro, millones de enemigos surgen para diezmar sus escuadrones. Los rorcuales y los cachalotes engullen barriles de un bocado; la marsopa, la orca, el tiburón y toda la numerosa tribu de perros marinos al completo encuentran en ellos una presa fácil y dejan de hacerse la guerra los unos a los otros. Y por si fuera poco, la innumerables bandadas de aves marinas [...] devoran las cantidades que se les antoja. Estos enemigos hacen que los arenques se junten formando un cuerpo tan apretado, que una pala o cualquier objeto hueco que se meta en el agua los captura sin mayor problema.
Olaus Magnus, un escritor sueco del s. XVI, llegaba incluso a afirmar que en tales circunstancias un arpón clavado en el agua podía mantenerse perfectamente en pie sin caerse.


Desde sus puestos en la costa, los pescadores oteaban el horizonte en busca de indicios de su llegada: la presencia de algunos de sus depredadores, un cambio en el color o en el aspecto del mar, posiblemente también las aletas de los tiburones peregrinos que llegaban a millares cada temporada y eran señal segura de la abundancia de plancton. Hasta que un buen día, “oscureciendo el mar a lo lejos, de tal manera que su número parece inagotable”, aparecía al fin el gran banco: un ejército de millones y millones de arenques acosado y atacado en todos sus flancos por un sinfín de depredadores, que a su vez servían de presa de otros depredadores de mayor tamaño: grandes peces, mamíferos marinos como ballenas, marsopas, calderones, delfines, focas; diferentes especies de tiburones: cailones, marrajos, tintoreras, zorros marinos, de vez en cuando tiburones blancos; y por supuesto, desde el aire, nubes inmensas de alcatraces y otras aves marinas zambulléndose en una algarabía ensordecedora. “El océano entero parece estar vivo.”
Cuando llega el grupo principal, su anchura y profundidad son tales, que alteran la misma faz del océano. Viene dividido en varias columnas de cinco o seis millas de largo por tres o cuatro de ancho, y a su paso el agua se encrespa como expulsada de su lecho. A veces se hunden por espacio de diez o quince minutos y luego ascienden de nuevo a la superficie; y cuando el día es soleado centellean con una variedad de magníficos colores, como un campo salpicado de púrpura, oro y celeste. Los pescadores ya están preparados para brindarles el oportuno recibimiento, y, mediante redes fabricadas para la ocasión, a veces toman más de dos mil barriles en un solo lance. 
Si la actividad de los pescadores en el mar y desde tierra era frenética, la de los miles de personas empleadas en el procesamiento y transporte no lo era menos. Mujeres, niños y viejos salaban y preparaban el pescado, construían y reparaban redes, cuerdas, barriles, etc… casi a contrarreloj. En ocasiones el volumen de las capturas era de tal calibre, que o bien no había sal suficiente, o bien se habían acabado los barriles… Y así hasta el final de cada campaña.

Los viajeros que acertaban a pasar por las cercanías de aquella costa no tardaban en sentir la pestilencia de los miles de peces muertos que quedaban todavía en las playas llevados y traídos por la marea, y también de los que habían servido para abonar los campos... como las nécoras y centollos de nuestros abuelos.

Ocaso a la entrada de la ría de Arosa (o a la salida, según como se mire). Al fondo, Aguiño. (Foto: Toño Maño)

Hasta aquí una visión fugaz de lo que realmente ha sido. No es un mal punto de partida para volver a pensar y analizar el problema desde una óptica seguramente mejor calibrada. Una perspectiva excesivamente antropocéntrica (y yo añadiría que también interesada) nos impide ver la realidad en toda su cortante crudeza. Por supuesto, no es que nos vaya el masoquismo, como malintencionadamente se apunta siempre desde los mismos lugares cada vez que surge el debate en estos o parecidos términos. En realidad, se trata de algo infinitamente más aburrido, algo tan elemental como considerar que sólo mediante un análisis honesto y riguroso, por muy dolorosas que sean sus conclusiones, nos será posible comprender la verdadera naturaleza y dimensiones del problema, con el fin de elaborar e implementar cabalmente (si tal es, efectivamente, el verdadero interés de las partes y autoridades implicadas, cosa que dudo) medidas encaminadas a que el mar recupere, al menos, una parte del esplendor que una vez realmente tuvo, no el que creemos que ha tenido, ya que recuperarlo en su totalidad es imposible. Todo lo demás es como practicar el tiro al plato con una escopeta de feria.

(Foto: Jason Heller / Barcroft Media)
Para terminar, la idea principal, el punto de partida de todo este palabrerío, por supuesto no es mía, sino que surgió a partir de la lectura, extraordinariamente estimulante, de un libro escrito por un biólogo marino, Callum Roberts (2), titulado The Unnatural History of the Sea: Past and Future of Humanity and Fishing (Londres: Gaia, 2007), algo así como: 'La historia antinatural del mar: Pasado y futuro de la humanidad y de la pesca', y que me permito recomendar a todo el mundo. El único problema es que todavía no ha sido traducida, no entiendo cómo es posible (¿alguien se anima?).
Las citas y frases entrecomilladas pertenecen a otra magnífica obra publicada en 1774:  A History of the Earth and Animated Nature, del inglés Oliver Goldsmith (3), concretamente a su segundo volumen, que trata de los peces, entre otras especies. Podéis descargarlo desde aquí (problema: está también en inglés).


Que tengáis un feliz verano (o lo que os quede de él). Nos vemos en septiembre.
Seguiremos en Facebook dando un poco la lata y añadiendo y comentando, como siempre, cualquier noticia o imagen de tiburones que merezca la pena.

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(1) En las costas meridionales (sur de Francia, España y Portugal) los protagonistas eran la sardina y el boquerón, aunque sin alcanzar las proporciones del fenómeno del arenque.
(2) Por cierto, Callum Roberts fue asesor científico de la serie de la BBC Blue Planet y del documental The End of the Line, y acaba de publicar su segundo libro, Ocean of Life, una especie de continuación del anterior, en el que pasa revista al estado actual de los océanos. No veo el momento de hacerme con él.
(3) Alguien puede alegar que Goldsmith no fue un naturalista, sino un escritor. Y es verdad: fue un hombre de letras y además de un enorme talento literario, pero esto no invalida ni desacredita su trabajo. El personaje (por el que, por cierto, siento gran simpatía), aun siendo hijo de clérigo (o quizá tal vez por eso), llevó una vida desordenada a más no poder, muchas veces rozando el escándalo: le encantaban las juergas y sobre todo el juego. Hasta tal punto, que se de vez en cuando se veía obligado a buscar más ingresos con que pagar sus deudas y así poder seguir contrayendo otras recurriendo a su editor y escribiendo por encargo ensayos y manuales de todo tipo, sobre todo de Historia y, como vemos, también de Historia Natural, a pesar de que, según comentaba uno de sus amigos no sin cierta malicia, sus conocimientos de zoología apenas le daban para distinguir un caballo de una vaca. Por supuesto, tampoco era historiador, pero sus manuales tenían un gran éxito de público: el dominio del idioma, unido a su capacidad de síntesis, lograba hacer comprensibles para el lector medio los temas más abstrusos. Si en su vida privada era un desastre, su trabajo se lo tomaba con la máxima seriedad y rigor: su método era leer toda la bibliografía existente sobre determinada materia y a partir de ahí seleccionar y organizar los datos de manera comprensible, sin añadir ni quitar nada. De ahí el valor que su obra debe tener para nosotros.
A modo de anécdota, Oliver Goldsmith fue un polemista sumamente obstinado y pendenciero. Cuando se le cruzaban los cables, era capaz de defender con uñas y dientes el argumento más peregrino e insostenible. En una ocasión se empeñó en defender, contra toda evidencia, que él masticaba su cena ¡con la mandíbula superior! Genio y figura hasta la sepultura, a la cual llegó de joven tras haberse empeñado en recetarse sus propias medicinas.
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miércoles, 1 de agosto de 2012

Quelvacho (Centrophorus granulosus)

Foto: Andy Murch (Elasmodiver.com).

Quelvacho

Centrophorus granulosus (Bloch & Schneider, 1801)

(es. Quelvacho; gal. Lixa de lei; in. Gulper Shark; port. Barroso.)

Orden: Squaliformes
Familia: Centrophoridae


El quelvacho es un tiburón sumamente interesante.
"Carajo, qué forma más original de empezar un artículo", quizá piense alguno con cierta retranca y no sin parte de razón. Pero es que es verdad: el quelvacho es interesante, muy pero que muy interesante, sobre todo el quelvacho gallego. Y no es coña.

Para resumir la cuestión, que es un poco más compleja, baste decir que nuestro quelvacho podría ser el orgullo de cualquier abuela pura sangre, de esas que cuando has dejado limpio el plato deciden que te has quedado con hambre y te ponen otra montaña de cocido, o que, si lo has dejado a medias porque definitivamente tu capacidad estomacal no equivale a la del remolque de un tractor, decretan que la comida no te ha gustado mucho y entonces te preguntan qué otra cosa te pueden preparar mientras van sacando huevos de casa, una ristra de chorizos y medio kilo de patatas que se apresuran a volcar en una enorme sartén que —imposible saber cómo o en qué momento (te has asegurado de que la abuela sólo tiene dos brazos con sus respectivas manos)—  ya está al fuego.
En efecto, posiblemente el quelvacho galaico sea el mejor alimentado de todos cuantos hay repartidos por el mundo adelante, como nuestros emigrantes (los pasados, los presentes y los futuros, que se contarán por miles).

Un interesantísimo estudio llevado a cabo por Rafael Bañón, C. Piñeiro y M. Casas, publicado en el 2008 (1), revela que el tamaño de los quelvachos del Banco de Galicia y del talud superior de nuestra plataforma continental es claramente mayor que el generalmente establecido para la especie. Si Compagno señala los 110 cm de longitud total máxima, Capapé, 128 cm en el Mediterráneo, o Moreno 150 cm, los nuestros alcanzan los 166 cm (la abuela, satisfecha, diría: "Non ves? Da ghusto mirar pra eles", sacudiéndose el mandil antes de volver a los fogones).

Foto: Toño Maño
Bromas aparte, el asunto es más complejo y con implicaciones de mayor calado, puesto que las diferencias detectadas no se limitan al tamaño, sino que afectan a parámetros de su biología reproductiva (2). Todo lo cual, sostienen sus autores, puede tener dos explicaciones:
  1. Que existan en el mundo diferentes poblaciones de Centrophorus granulosus con caracteres distintivos propios (como si vistiesen trajes regionales de diversas formas y colores), como ocurre con otras especies como la pailona (Centroscymnus coelolepis), más pequeña en el Mediterráneo que en el Atlántico o el Pacífico.
  2. Que no existan tales diferencias regionales, sino que todo sea producto de un error de identificación, de una confusión entre especies similares. Es decir, que los supuestos Centrophorus granulosus pertenezcan en realidad a una especie distinta. No es una idea descabellada. Al contrario: el conocimiento que tenemos de los centrofóridos, como el de muchos otros tiburones de aguas profundas, es todavía muy pobre, repleto de datos imprecisos e incluso contradictorios, como habéis visto en lo relativo al tamaño, y que por tanto están sujetos a constante revisión y reformulación, como no podía ser de otra manera (por si fuera poco, a veces los rasgos morfológicos que diferencian unas especies de otras son tan sutiles que resulta sumamente fácil confundirse incluso para un ojo experto). Los autores del trabajo citado sostienen que la única especie de centrofórido que encajaría con los datos biológicos obtenidos a partir de los ejemplares capturados en aguas gallegas es el quelvacho de Formosa (Centrophorus niaukang), una especie poco conocida que ya ha sido citada en el Atlántico nororiental entre los 29º y los 31º. (3)
La cuestión, de momento, sigue sin resolverse, así que mejor seguir por caminos un poco más despejados.

Descripción: El quelvacho presenta un cuerpo cilíndrico, alargado y fusiforme, rematado en un morro corto y grueso, con forma más o menos cónica.
La piel es bastante suave porque los dentículos dérmicos que la cubren son anchos, romos (no pedunculados) y espaciados, a diferencia de otras especies similares, como el quelvacho negro (Centrophorus squamosus).
Boca poco arqueada y solapas nasales claramente bilobuladas. Los ojos, carentes de membrana nictitante, son grandes y levemente alargados con un color verde brillante. Espiráculos grandes, alargados y oblicuos, situados detrás de los ojos.
La primera aleta dorsal es moderadamente alta y larga; la segunda es un poquito más baja y de base corta. Ambas están dotadas, en su parte anterior, de una espina asurcada, fuerte y corta. De ahí el término que da nombre a su familia y a su género, Centrophoridae, compuesto de dos voces griegas: kentron ('espina') y phoreo ('llevar').
El borde interno de las aletas pectorales se extiende hacia atrás formando un fino lóbulo alargado y puntiagudo, como se aprecia en esta imagen (en los jóvenes está menos desarrollado):

Foto: A. M. Arias (ICTIOTERM).
La aleta caudal tiene el lóbulo inferior claramente diferenciado y el terminal grande y bien marcado. Pedúnculo caudal sin quillas ni fosetas precaudales.
Color gris oscuro o pardo grisáceo uniforme con el vientre más claro con las membranas de las aletas más oscuras. La librea de los jóvenes es grisácea con un tono vinoso y las aletas están finamente ribeteadas de blanco. 

Dentición: Presenta dimorfismo dentario (dientes diferentes en cada mandíbula): los dientes superiores son estrechos y triangulares, de cúspide recta, y no imbricados, mientras que los de la inferior son más anchos, de cúspide inclinada (como tumbada), y están imbricados formando una sola fila cortante.

Talla: Con las salvedades ya expuestas y a la espera de datos más concluyentes, al nacer, los quelvachos miden entre 30-42 cm; los machos llegan a la madurez con 60-80 cm y las hembras a partir de los 90 cm. La LT máxima, según autor: 110 cm, 128 cm, 150 cm, o 166 cm (de momento).

Reproducción: Vivíparo aplacentario (ovovivíparo), con camadas extremadamente bajas de 1 a 2 crías tras un periodo de gestación de unos 2 años o más (hay quien sugiere que hasta incluso 3). Es posible que haya intervalos de descanso entre un periodo y el siguiente.
Durante su desarrollo, el embrión no recibe alimento alguno por parte de la madre, sólo agua y sales minerales. Por ello el oocito debe contar con todo los nutrientes necesarios, de ahí que pueda llegar a tener un tamaño considerable, como en esta especie: más de 9 cm, convirtiéndose así en una de las células más grandes de todo el reino animal.
La madurez sexual del quelvacho es tardía: las hembras la alcanzan entre los 12 y 16 años y los machos a los 7 u 8.
Es una especie longeva, puede vivir hasta 30 años.

Dieta: A base de peces óseos y pequeños tiburones demersales, cefalópodos y crustáceos. En sus estómagos también se han encontrado huevos de rayas. Probablemente sea carroñero, como otras especies similares, que no desaprovecha los restos procedentes de la superficie.

Hábitat y distribución: El quelvacho es un tiburón demersal habitante de la plataforma continental y el talud superior entre los 50 y casi 1490 m de profundidad, preferentemente entre los 200 y los 600 m.
Es una especie relativamente común que puede formar cardúmenes tal vez con separación de sexos y tamaños a lo largo del rango batimétrico descrito: parece que los juveniles de menor tamaño se encuentran a mayor profundidad, por debajo de los 1000 m.

Fuente: Wikipedia
Distribución amplia en mares cálidos a templados: Atlántico, Mediterráneo, Índico occidental, Pacífico occidental y posiblemente central. Aunque en la realidad probablemente sea más amplia que la que refleja este mapa, más o menos correctamente basado en Compagno et al (2005), Guía de campo de los tiburones del mundo, puesto que le falta indicar la costa sur de Mozambique.


Pesca y estatus: Se captura con aparejos de fondo (palangre, arrastre, trasmallos) y también arrastre pelágico. Su carne es buena y localmente apreciada para el consumo humano, aunque lo más importante es su enorme hígado (supone casi el 30% del peso corporal total), muy rico en escualeno.
Especie incluida en la lista roja de la IUCN con el estatus de Vulnerable.
Los datos de desembarcos en el área de Portugal apuntan a una disminución de entre el 80-95% de la población originaria, de ahí que para el Atlántico Nororiental haya recibido el estatus de En peligro crítico.

La problemática del quelvacho es la misma que la de muchos otros tiburones de aguas profundas. Su tasa reproductiva, extremadamente baja (crecimiento lento, baja fecundidad, madurez sexual tardía), implica una también bajísima tasa de reposición que lo hace muy vulnerable a cualquier tipo de pesquería. Las poblaciones no tardan en caer en picado hasta agotarse en un corto espacio de tiempo. Y las noticias no parecen ser halagüeñas. Disponemos de muy pocos datos, y las naciones se han dotado a sí mismas de un sistema de toma de decisiones extremadamente lento y burocratizado, sometido a intereses económicos cortoplacistas e incapaz, por tanto, de regular la vertiginosa expansión de la actividad pesquera hacia aguas y especies cada vez más profundas a medida que agotan las pesquerías de las zonas superiores e intermedias. Es muy triste, pero a nadie parece importarle una higa.

Foto: Toño Maño
En todo caso, mientras los quelvachos sigan existiendo sobre el fondo del océano, durante el tiempo que sea, quedamos a la espera de novedades científicas que resuelvan definitivamente la cuestión: ¿Podemos añadir el quelvacho de Formosa a nuestra lista, o finalmente podremos hablar, con todas las de la ley, del quelvacho paisano?


>ACTUALIZACIÓN a 28-IX-2013: La última edición de la guía de tiburones del mundo, recién publicada (4) informa de que el quelvacho de Formosa (C. niaukang), nuestro "quelvacho paisano" (C. granulosus) y otro quelvacho más que habita en el Pacífico NO, el quelvacho aguja (C. acus) son en realidad la misma especie.

>ACTUALIZACIÓN a 20 de enero de 2014: Aquí está el trabajo en cuestión:
William T. White, David A. Ebert, Gavin J. P. Naylor, Hsuan-Ching Ho, Paul Clerkin, Ana Veríssimo, Charles F. Cotton (2013). "Revision of the genus Centrophorus (Squaliformes: Centrophoridae): Part 1-Redescription of Centrophorus granulosus (Bloch & Schneider), a senior synonym o C. acus Garman and C. niaukang Teng." Zootaxa, 3752 (1):035-072.


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(1) R. Bañón, C. Piñeiro y M. Casas. "Biological observations on the gulper shark Centrophorus granulosus (Chondrichthyes: Centrophoridae) off the coast of Galicia (north-western Spain, eastern Atlantic)." Journal of the Marine Biological Association of the United Kingdom. 2008, 88(2), pp. 411-414.
Estudio realizado a partir de 268 ejemplares (hembras en su inmensa mayoría) capturados con palangre (en su mayor parte) y arrastre de fondo en el Banco de Galicia y en el talud superior de la plataforma continental entre los 741-1211 m de profundidad. La mayoría de las capturas procedía del Banco de Galicia.
(2) Datos como la talla de madurez sexual de las hembras (147 cm en Galicia frente a >90 cm según la mayoría de los estudios), la cantidad (1-10 frente a 1-2) y tamaño de los oocitos (diámetro de 55-80 mm frente a 20-155 o 100-120 mm, según autor), tamaño y número de embriones (hasta 6 aquí, frente a 1-2 en otras áreas), etc.
(3) La base del problema está en el reconocimiento "oficial" de la presencia del quelvacho de Formosa en aguas septentrionales del Atlántico, a uno y otro lado, pues el mismo caso descrito por Bañón et al en especímenes del mar de Galicia se ha planteado también en la costa este de los EEUU en 2003: los parámetros biológicos de supuestos Centrophorus granulosus concordaban más con los del Centrophorus niaukang.
(4) David A. Ebert, Sarah Fowler, Leonard Compagno, Marc Dando. Sharks of the World: A Fully Illustrated Guide. Plymouth: Wild Nature Press, 2013.
(Ver reseña: Nueva guía, nuevas especies.)
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