He unido los dos partes de que constaba originalmente y realizado pequeñas modificaciones aquí y allá, en las fotografías y en el texto, como eliminar algunas líneas, añadir otras, cambiar algunas imágenes, etc.
Espero que os guste.
Cuentan nuestros mayores, entre muchas otras anécdotas, que antiguamente las centollas y las nécoras no eran especies particularmente apreciadas. Apenas se les daba importancia, y se usaban mucho para abonar los campos. El mar arrojaba periódicamente a las playas cantidades suficientes para llenar cestos y carros sin mayor problema, tal era su abundancia. Por supuesto, eran comida de pobres.
Al principio estos testimonios nos suenan a batallita del abuelo y solemos acogerlos con cierta dosis de sorna e incredulidad. Pero cuando comprobamos que coinciden con los de gentes de diverso tipo y condición procedentes de otras partes de la ría, el escepticismo se transforma en alarma: esto ocurría hace poco más de medio siglo en la ría de Arosa, hoy una de las más contaminadas de Galicia y, en cuanto a productividad, una sombra de lo que fue. Y desde luego ya ni hablemos de esa suerte de arañas acuáticas, con sus repugnantes pelos y todo, ayer a la altura del estiércol y hoy convertidos en artículo de lujo y reclamo para turistas, ya que los de aquí apenas nos los podemos permitir. Sin embargo, lo más desolador es que, lejos de tratarse de una anécdota limitada a un espacio geográfico concreto, este duro proceso de degradación no es muy diferente del padecido por una buena parte de la costas y mares del planeta en donde el hombre ha metido la zarpa, como el Atlántico que baña las costas de nuestra vieja y gastada Europa. El propio Jacques-Yves Cousteau se lamentaba de que los lugares donde había buceado en su juventud se habían transformado en desiertos sin vida.
(Foto: Alexander Sofonof/Barcroft) |
Ciertamente es desolador. Pero lo que hay detrás es bastante peor. Para descubrirlo debemos ir un poco más allá del ahora y del antes de ayer, porque la idea que nos hemos formado sobre la situación de nuestro mar se encuentra viciada por una larguísima trayectoria de destrucción sistemática. Larga desde el punto de vista humano, pero ínfima desde el punto de vista del propio océano.
De forma natural tendemos a valorar los cambios que se producen en todo lo que nos rodea en función del tiempo humano, bien sea nuestra propia experiencia, bien la de la generación que nos precede. Comparamos el mar que conocemos con el que fue y sacamos conclusiones que casi nunca son favorables. Así es como idealizamos el pasado, el vivido y el contado, y lo convertimos en un referente para nuestros esfuerzos conservacionistas (en realidad los que el poder económico nos permite llevar a cabo, pero este es otro tema), porque damos por hecho que nuestro Atlántico se encontraba entonces en un magnífico estado de salud. Lo cual no deja de ser cierto desde un punto de vista humano, pero es rotundamente falso si lo analizamos desde la perspectiva adecuada. Sesenta años o un siglo son mucho tiempo para las personas, pero para el mar no son nada, nada significan. El tiempo del hombre y el tiempo del océano no participan de la misma sustancia, por ello es imposible calibrar correctamente el uno aplicando la escala que utilizamos para el otro. A nadie en su sano juicio se le ocurriría medir en años luz la distancia que separa las localidades de San Xurxo de Sacos, provincia de Pontevedra, de Alamedilla del Berrocal, Ávila; o cuánto se tarda en ir desde el Sol hasta el centro de la Vía Láctea sin pasar de 120 km/h porque ponen multa. Se trata de dimensiones de naturaleza radicalmente disímil. ¿Qué tendrá que ver la inabarcable inmensidad de un ente de 4500 millones de años con la historia de un señor que se pasea por la punta del muelle con un metro en la mano y un Ducados incrustado entre los dientes?
Si no tenemos esto en cuenta a la hora de analizar la situación, seremos incapaces de comprender la magnitud del desastre en toda su asombrosa crueldad. No se trata solo del grado de destrucción alcanzado, sino del vertiginoso ritmo al que hemos arrasado todo. Imaginemos una escena de película de terror: un tipo de aspecto sano, juvenil, brillante, de constitución fuerte y vigorosa, que repentinamente se transformase ante nuestros ojos en un ser decrépito, consumido y enfermo... ¡en apenas un segundo! Pues bien, quizá así estemos más cerca de la realidad: la verdad, como en El retrato de Dorian Grey, la inquietante novela de Oscar Wilde, se esconde bajo la apacible superficialidad de un cuadro.
Con toda probabilidad, el mar de nuestros padres y abuelos ya no era el mismo que el de sus abuelos, ni que el de los abuelos de sus abuelos. Ellos ya no están aquí para contárnoslo de viva voz, pero en su lugar disponemos de testimonios escritos de marinos, viajeros y naturalistas a partir de los cuales nos es posible reconstruir, con bastante precisión, cómo era aquel mar y, sobre todo, de qué forma factores como el advenimiento de la pesca industrial, allá por el siglo XIX, y muy particularmente una de sus artes más destructivas, el arrastre, puso en marcha el proceso de degradación que en estos momentos está llevando al océano al borde de la extenuación (ya ni hablemos, sobre todo a partir del primer tercio del XX, de la contaminación: millones de millones de toneladas de residuos industriales de todo tipo, químicos, radiactivos, plásticos, despachados impunemente al mar...). Estos testimonios nos describen un Atlántico totalmente desconocido, inimaginable, un océano pletórico, rebosante de vida y capaz de sustentar, con sobrada generosidad, no sólo a una infinitud de seres marinos y terrestres, sino de constituirse en una parte esencial de la actividad económica de todo el continente. Veamos un ejemplo.
Gracias a los documentales de naturaleza, muchos estamos familiarizados con un impresionante fenómeno natural que tiene lugar en el extremo sur de África entre los meses de mayo y julio (algunos afortunados incluso han podido permitirse contratar un viaje y pasarse unos días buceando en aquellas aguas). Se trata de la migración de la sardina (Sardinops sagax), tal vez más conocida por su nombre en inglés: Sardine run, cuyas imágenes ilustran este largo post. Llegada su época de reproducción, este pequeño pez se desplaza a lo largo de aquellas costas formando bancos gigantescos que a menudo superan los 7 km de largo por 1,5 km de ancho y 30 m de profundidad, en pos de los cuales viajan infinidad de depredadores: ejércitos de ballenas, delfines, tiburones, aves marinas… conformando un espectáculo colosal que todos los años atrae a miles de turistas y a decenas de operadores de televisión, generando una actividad económica considerable, además de la derivada de la pesca propiamente dicha, que se realiza desde tierra.
Pues bien, algo muy parecido ocurría hace poco más de doscientos años en la otra punta del Atlántico, en las costas septentrionales de Europa (es decir, aquí al lado), aunque, desgraciadamente, sin turistas ni cámaras de televisión que pudiesen dar fe de lo que estábamos a punto de perder para siempre. Se trataba de la migración del arenque (Clupea harengus), la especie más abundante y, de lejos, la de mayor importancia económica de todo el continente. Cada temporada, bancos gigantescos de arenques se desplazaban y arremolinaban todo a lo largo de estas costas, desde Islandia hasta la Bretaña francesa, dando lugar a un prodigioso fenómeno que los europeos de hoy difícilmente podemos siquiera imaginar en un mar comparativamente desierto y apenas productivo (1).
Tan pronto [los arenques] abandonan su retiro, millones de enemigos surgen para diezmar sus escuadrones. Los rorcuales y los cachalotes engullen barriles de un bocado; la marsopa, la orca, el tiburón y toda la numerosa tribu de perros marinos al completo encuentran en ellos una presa fácil y dejan de hacerse la guerra los unos a los otros. Y por si fuera poco, la innumerables bandadas de aves marinas [...] devoran las cantidades que se les antoja. Estos enemigos hacen que los arenques se junten formando un cuerpo tan apretado, que una pala o cualquier objeto hueco que se meta en el agua los captura sin mayor problema.Olaus Magnus, un escritor sueco del s. XVI, llegaba incluso a afirmar que en tales circunstancias un arpón clavado en el agua podía mantenerse perfectamente en pie sin caerse.
Desde sus puestos en la costa, los pescadores oteaban el horizonte en busca de indicios de su llegada: la presencia de algunos de sus depredadores, un cambio en el color o en el aspecto del mar, posiblemente también las aletas de los tiburones peregrinos que llegaban a millares cada temporada y eran señal segura de la abundancia de plancton. Hasta que un buen día, “oscureciendo el mar a lo lejos, de tal manera que su número parece inagotable”, aparecía al fin el gran banco: un ejército de millones y millones de arenques acosado y atacado en todos sus flancos por un sinfín de depredadores, que a su vez servían de presa de otros depredadores de mayor tamaño: grandes peces, mamíferos marinos como ballenas, marsopas, calderones, delfines, focas; diferentes especies de tiburones: cailones, marrajos, tintoreras, zorros marinos, de vez en cuando tiburones blancos; y por supuesto, desde el aire, nubes inmensas de alcatraces y otras aves marinas zambulléndose en una algarabía ensordecedora. “El océano entero parece estar vivo.”
Cuando llega el grupo principal, su anchura y profundidad son tales, que alteran la misma faz del océano. Viene dividido en varias columnas de cinco o seis millas de largo por tres o cuatro de ancho, y a su paso el agua se encrespa como expulsada de su lecho. A veces se hunden por espacio de diez o quince minutos y luego ascienden de nuevo a la superficie; y cuando el día es soleado centellean con una variedad de magníficos colores, como un campo salpicado de púrpura, oro y celeste. Los pescadores ya están preparados para brindarles el oportuno recibimiento, y, mediante redes fabricadas para la ocasión, a veces toman más de dos mil barriles en un solo lance.Si la actividad de los pescadores en el mar y desde tierra era frenética, la de los miles de personas empleadas en el procesamiento y transporte no lo era menos. Mujeres, niños y viejos salaban y preparaban el pescado, construían y reparaban redes, cuerdas, barriles, etc… casi a contrarreloj. En ocasiones el volumen de las capturas era de tal calibre, que o bien no había sal suficiente, o bien se habían acabado los barriles… Y así hasta el final de cada campaña.
Los viajeros que acertaban a pasar por las cercanías de aquella costa no tardaban en sentir la pestilencia de los miles de peces muertos que quedaban todavía en las playas llevados y traídos por la marea, y también de los que habían servido para abonar los campos... como las nécoras y centollos de nuestros abuelos.
Ocaso a la entrada de la ría de Arosa (o a la salida, según como se mire). Al fondo, Aguiño. (Foto: Toño Maño) |
Hasta aquí una visión fugaz de lo que realmente ha sido. No es un mal punto de partida para volver a pensar y analizar el problema desde una óptica seguramente mejor calibrada. Una perspectiva excesivamente antropocéntrica (y yo añadiría que también interesada) nos impide ver la realidad en toda su cortante crudeza. Por supuesto, no es que nos vaya el masoquismo, como malintencionadamente se apunta siempre desde los mismos lugares cada vez que surge el debate en estos o parecidos términos. En realidad, se trata de algo infinitamente más aburrido, algo tan elemental como considerar que sólo mediante un análisis honesto y riguroso, por muy dolorosas que sean sus conclusiones, nos será posible comprender la verdadera naturaleza y dimensiones del problema, con el fin de elaborar e implementar cabalmente (si tal es, efectivamente, el verdadero interés de las partes y autoridades implicadas, cosa que dudo) medidas encaminadas a que el mar recupere, al menos, una parte del esplendor que una vez realmente tuvo, no el que creemos que ha tenido, ya que recuperarlo en su totalidad es imposible. Todo lo demás es como practicar el tiro al plato con una escopeta de feria.
(Foto: Jason Heller / Barcroft Media) |
Las citas y frases entrecomilladas pertenecen a otra magnífica obra publicada en 1774: A History of the Earth and Animated Nature, del inglés Oliver Goldsmith (3), concretamente a su segundo volumen, que trata de los peces, entre otras especies. Podéis descargarlo desde aquí (problema: está también en inglés).
Que tengáis un feliz verano (o lo que os quede de él). Nos vemos en septiembre.
Seguiremos en Facebook dando un poco la lata y añadiendo y comentando, como siempre, cualquier noticia o imagen de tiburones que merezca la pena.
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(1) En las costas meridionales (sur de Francia, España y Portugal) los protagonistas eran la sardina y el boquerón, aunque sin alcanzar las proporciones del fenómeno del arenque.
(2) Por cierto, Callum Roberts fue asesor científico de la serie de la BBC Blue Planet y del documental The End of the Line, y acaba de publicar su segundo libro, Ocean of Life, una especie de continuación del anterior, en el que pasa revista al estado actual de los océanos. No veo el momento de hacerme con él.
(3) Alguien puede alegar que Goldsmith no fue un naturalista, sino un escritor. Y es verdad: fue un hombre de letras y además de un enorme talento literario, pero esto no invalida ni desacredita su trabajo. El personaje (por el que, por cierto, siento gran simpatía), aun siendo hijo de clérigo (o quizá tal vez por eso), llevó una vida desordenada a más no poder, muchas veces rozando el escándalo: le encantaban las juergas y sobre todo el juego. Hasta tal punto, que se de vez en cuando se veía obligado a buscar más ingresos con que pagar sus deudas y así poder seguir contrayendo otras recurriendo a su editor y escribiendo por encargo ensayos y manuales de todo tipo, sobre todo de Historia y, como vemos, también de Historia Natural, a pesar de que, según comentaba uno de sus amigos no sin cierta malicia, sus conocimientos de zoología apenas le daban para distinguir un caballo de una vaca. Por supuesto, tampoco era historiador, pero sus manuales tenían un gran éxito de público: el dominio del idioma, unido a su capacidad de síntesis, lograba hacer comprensibles para el lector medio los temas más abstrusos. Si en su vida privada era un desastre, su trabajo se lo tomaba con la máxima seriedad y rigor: su método era leer toda la bibliografía existente sobre determinada materia y a partir de ahí seleccionar y organizar los datos de manera comprensible, sin añadir ni quitar nada. De ahí el valor que su obra debe tener para nosotros.
A modo de anécdota, Oliver Goldsmith fue un polemista sumamente obstinado y pendenciero. Cuando se le cruzaban los cables, era capaz de defender con uñas y dientes el argumento más peregrino e insostenible. En una ocasión se empeñó en defender, contra toda evidencia, que él masticaba su cena ¡con la mandíbula superior! Genio y figura hasta la sepultura, a la cual llegó de joven tras haberse empeñado en recetarse sus propias medicinas.
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