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sábado, 21 de abril de 2012

Artículo de Julio Camba: "La dieta del tiburón".



El artículo que hoy quiero presentaros no habla exactamente de los tiburones que hay en Galicia. Pero fue escrito por uno de los más grandes escritores que ha dado esta tierra, el periodista vilanovés Julio Camba, y sólo por eso vale la pena tenerlo aquí —aunque ciertamente el maestro tuvo días mejores en el manejo de su pluma. Apareció en el ABC del 26 de mayo de 1943.
Cuestiones literarias aparte, su interés radica, desde mi punto de vista, en que refleja muy bien la visión que en aquellos años se tenía de los tiburones. Todavía faltaban treinta y dos años para que Tiburón se instalase, de la mano de otro genio, en lo más profundo del imaginario colectivo, y eso se nota. Estos animales eran sencillamente unos bichos sumamente voraces y peligrosos, dispuestos en todo momento a hincarle el diente a cualquier cacho de carne humana que se les pusiese a tiro, como hace toda fiera de la selva que se precie. Nada más al fin y al cabo, para eso están. No existía la enfermiza paranoia que todavía hoy ensombrece la imagen del tiburón.
La fotografía de arriba nada tiene que ver con el artículo ni con el periódico. La saqué de La Vanguardia del 24 de septiembre de 1933. Es un cailón (Lamna nasus) capturado en el Moray Firth (fiordo de Moray), en la costa nororiental de Escocia. De nuevo, nada que ver con Galicia, pero ilustra muy bien este post.


BIOLOGÍA MARÍTIMA
La dieta del tiburón

Que el tiburón sea un tanto dado a la matonería y se imponga a todos los otros peces es cosa que no debe producirnos ni frío ni calor. Ya se sabe que, desde que el mundo es mundo, el pez grande ha venido comiéndose siempre al chico y no vamos nosotros ahora a quebrantar esta ley de la biología marítima, no muy diferente, por lo demás, de los que imperan en la biología terráquea. Lo malo es que el tiburón no se conforma casi nunca con su dieta de pescado. Frecuentemente aspira a modificarla con algún plato de carne y, entonces, lo mismo se zampa al pasajero de un trasatlántico
—si, por cualquier accidente, el pobre hombre ha tenido la desgracia de caerse al agua— que se aproxima a una playa de moda y, arrostrando todos los riesgos inherentes a su vecindad con la tierra firme, le hinca el diente al primer bañista que vea por allí remojándose la panza.
El tiburón es un pez pirata. Es un matón. Es, en fin, el gran salteador de los caminos del mar y, hasta hoy, no se había descubierto ningún procedimiento seguro para evitar sus arremetidas. Algunos pretendían que al tiburón le era mucho más difícil atacar por su lado derecho, que por su lado izquierdo o por el inferior que por el superior, pero, según el dictamen de un experto pescador de tiburones, la feroz criatura no ha tenido nunca más que un lado donde el hombre pudiera considerarse enteramente libre de peligros: el lado de afuera... Es decir, que, o se le encontraba por ese lado una solución al problema —por ese lado del problema y por ese lado del tiburón— ó no se adelantaría jamás absolutamente nada.
Afortunadamente —la noticia nos viene de Washington— parece que, tras minuciosas y repetidas investigaciones de laboratorio, los técnicos lograron ahora descubrir allí una sustancia tan inocua para el hombre como dañina para el escualo y la que, una vez disuelta en el agua de mar, hace salir de estampía todos los tiburones que se encuentren a su alcance (1). No dice nuestra información en qué forma actúa la misteriosa sustancia, pero ya sea por el sabor —aunque no consideramos precisamente a los tiburones como seres de paladar muy delicado— ya por el olor o ya de cualquier otro modo, lo importante es que actúe. El tiburón no conocerá el crawl australiano ni ningún otro procedimiento científico de natación, pero, a pesar del empirismo con que se mueve en el agua, conviene mucho que sea él quien se aleje del hombre en vez de obligar al hombre a alejarse de él.
Y he aquí cómo el tiburón ya no podrá, en lo sucesivo, darse aquellos banquetazos que se ha estado dando hasta ahora a nuestras expensas y de los que siempre solía quedarle algún testimonio en el buche. Un reloj de oro, por ejemplo. Un tacón de zapato. Una pluma estilográfica. Una medalla...
A no ser que el monstruo llegue algún día a habituarse a su propio veneno y, en vez de huirle, lo busque y lo solicite como parece que la cucaracha busca y solicita ya, en todas las casas donde se ocupan un poco de ella, su diaria ración de polvos insecticidas.


Julio CAMBA

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(1) Durante la Segunda Guerra Mundial los EEUU pusieron en marcha una serie de investigaciones para dar con un repelente anti-tiburones que ayudase a proteger a los pilotos y marinos que caían al mar. Posiblemente Julio Camba se esté refiriendo a uno de los que más éxito obtuvo en pruebas de laboratorio: el acetato de cobre, una mezcla de ácido acético y sulfato de cobre que por lo visto se parecía mucho (e incluso superaba) al hedor de la carne de tiburón en descomposición.

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