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domingo, 7 de abril de 2019

Eros y tiburones en un texto de Valle-Inclán

Ramón María del Vallé-Inclán.
Valle-Inclán (1866-1936) es uno de los grandes nombres de la literatura, no solo de la literatura en lengua española (la de esta parte del charco y también la de enfrente), sino de la literatura universal. Un genio de la palabra al que siempre es gratificante releer, por ejemplo aprovechando un largo y, a nuestra manera, lindo... domingo de lluvia. Y nada mejor para ello que las Sonatas, seguramente el culmen de su etapa modernista, las deliciosas memorias del inolvidable marqués de Bradomín, un particular Don Juan "feo, católico y sentimental", trasunto literario del propio autor.
     Os presento un fragmento de su
Sonata de estío, publicada en 1903. La acción se desarrolla en México, donde Valle había estado por primera vez en 1892 como corresponsal para varios periódicos. El marqués, en plena ardiente juventud, vive una tórrida (en todos los sentidos) aventura con la Niña Chole, una especie de femme fatale criolla, en la que nos encontramos una mezcla de deseo, pasión, incesto, muerte, sexo... Eros y Tánatos, como siempre, de la mano, como se puede ver en esta especie de escena anticipatoria. Que la disfrutéis.

Puerto de Veracruz con el fuerte de San Juan de Ulúa en 1859. Pintura de Johann Moritz Rugendas (Mauricio Rugendas).

SONATA DE ESTÍO (fragmento)

Ensoñador y melancólico permanecí toda la tarde sentado a la sombra del foque, que caía lacio sobre mi cabeza. Solamente al declinar el sol se levantó una ventolina, y la fragata, con todo su velamen desplegado, pudo doblar la Isla de Sacrificios y dar fondo en aguas de Veracruz. [...]  Apenas anclamos, sale en tropel de la ribera una gentil flotilla compuesta de esquifes y canoas. Desde muy lejos se oye el son monótono del remo. Algunas cabezas asoman sobre la borda de la fragata, y el avizorado pasaje hormiguea, se agita y se desata en el entrepuente. Háblase a gritos el español, el inglés, el chino. Todos se afanan y hacen señas a los barqueros indios para que se aproximen: Ajustan, disputan, regatean, y al cabo, como rosario que se desgrana, van cayendo en el fondo de las canoas que rodean la escalera y esperan ya con los remos armados. La flotilla se dispersa. Todavía a larga distancia vese una diminuta figura moverse agitando los brazos y se oyen sus voces, que destaca y agranda la quietud solemne de aquellas regiones abrasadas. [...] La noche se avecina. En esta hora del crepúsculo, el deseo ardiente que la Niña Chole me produce se aquilata y purifica, hasta convertirse en ansia vaga de amor ideal y poético. Todo obscurece lentamente: Gime la brisa, riela la luna, el cielo azul turquí se torna negro, de un negro solemne donde las estrellas adquieren una limpidez profunda. Es la noche americana de los poetas.
       Acababa de bajar a mi camarote, y hallábame tendido en la litera fumando una pipa, y quizá soñando con la Niña Chole, cuando se abre la puerta y veo aparecer a Julio César, rapazuelo mulato que me había regalado en Jamaica cierto aventurero portugués que, andando el tiempo, llegó a general en la República Dominicana. Julio César se detiene en la puerta, bajo el pabellón que forman las cortinas:
       —¡Mi amito! A bordo viene un moreno que mata los tiburones en el agua con el trinchete. ¡Suba, mi amito, no se dilate!...
       Y desaparece velozmente, como esos etíopes carceleros de princesas en los castillos encantados. Yo, espoleado por la curiosidad, salgo tras él. Heme en el puente que ilumina la plácida claridad del plenilunio. Un negro colosal, con el traje de tela chorreando agua, se sacude como un gorila, en medio del corro que a su rededor han formado los pasajeros, y sonríe mostrando sus blancos dientes de animal familiar. A pocos pasos dos marineros encorvados sobre la borda de estribor, halan un tiburón medio degollado, que se balancea fuera del agua al costado de la fragata. Mas he ahí que de pronto rompe el cable, y el tiburón desaparece en medio de un remolino de espumas. El negrazo musita apretando los labios elefanciacos:
¡Pendejos!
"Pesca de tiburones". Ilustración francesa de 1857.
Y se va, dejando como un rastro en la cubierta del navío las huellas húmedas de sus pies descalzos. Una voz femenina le grita desde lejos:
¡Ché, moreno!...
¡Voy, horita!... No me dilato.
La forma de una mujer blanquea en la puerta de la cámara. ¡No hay duda, es ella! ¿Pero cómo no la he adivinado? ¿Qué hacías tú, corazón, que no me anunciabas su presencia? ¡Oh, con cuánto gusto hubiérate entonces puesto bajo sus lindos pies para castigo! El marinero se acerca:
¿Manda alguna cosa la Niña?
Quiero verte matar un tiburón.
El negro sonríe con esa sonrisa blanca de los salvajes, y pronuncia lentamente, sin apartar los ojos de las olas que argenta la luna:
No puede ser, mi amita: ¡Se ha juntado una punta, sabe?
¿Y tienes miedo?
¡Qué va!... Aunque fácilmente, como la sazón está peligrosa... Vea su merced no más...
La Niña Chole no le dejó concluir:
¿Cuánto te han dado esos señores?
Veinte tostones: Dos centenes, ¿sabe?
Oyó la respuesta el contramaestre, que pasaba ordenando una maniobra, y con esa concisión dura y franca de los marinos curtidos, sin apartar el pito de los labios ni volver la cabeza, apuntóle:
¡Cuatro monedas y no seas guaje!...
El negro pareció dudar. Asomóse al barandal de estribor y observó un instante el fondo del mar donde temblaban amortiguadas las estrellas. Veíanse cruzar argentados y fantásticos peces que dejaban tras sí estela de fosforescentes chispas y desaparecían confundidos con los rieles de la luna: En la zona de sombra que sobre el azul de las olas proyectaba el costado de la fragata, esbozábase la informe mancha de una cuadrilla de tiburones. El marinero se apartó reflexionando. Todavía volvióse una o dos veces a mirar las dormidas olas, como penetrado de la queja que lanzaban en el silencio de la noche. Picó un cigarro con las uñas, y se acercó:
Cuatro centenes, ¿le apetece a mi amita?
La Niña Chole, con ese desdén patricio que las criollas opulentas sienten por los negros, volvió a él su hermosa cabeza de reina india, y en tono tal, que las palabras parecían dormirse cargadas de tedio en el borde de los labios, murmuró:
¿Acabarás?... ¡Sean los cuatro centenes!...
Los labios hidrópicos del negro esbozaron una sonrisa de ogro avaro y sensual: Seguidamente despojóse de la blusa, desenvainó el cuchillo que llevaba en la cintura y como un perro de Terranova tomóle entre los dientes y se encaramó sobre la borda. El agua del mar relucía aún en aquel torso desnudo que parecía de barnizado ébano. Inclinóse el negrazo sondando con los ojos el abismo: Luego, cuando los tiburones salieron a la superficie, le vi erguirse negro y mitológico sobre el barandal que iluminaba la luna, y con los brazos extendidos echarse de cabeza y desaparecer buceando. Tripulación y pasajeros, cuantos se hallaban sobre cubierta, agolpáronse a la borda. Sumiéronse los tiburones en busca del negro, y todas las miradas quedaron fijas en un remolino que no tuvo tiempo a borrarse, porque casi incontinenti una mancha de espumas rojas coloreó el mar, y en medio de los hurras de la marinería y el vigoroso aplaudir de las manos coloradotas y plebeyas de los mercaderes, salió a flote la testa chata y lanuda del marinero que nadaba ayudándose de un solo brazo, mientras con el otro sostenía entre aguas un tiburón apresado por la garganta, donde traía hundido el cuchillo... Tratóse en tropel de izar al negro: Arrojáronse cuerdas, ya para el caso prevenidas, y cuando levantaba medio cuerpo fuera del agua, rasgó el aire un alarido horrible, y le vimos abrir los brazos y desaparecer sorbido por los tiburones. Yo permanecía aún sobrecogido cuando sonó a mi espalda una voz que decía:
¿Quiere hacerme sitio, señor?

"Marinero mutilado por un tiburón". Grabado de 1884.
Al mismo tiempo alguien tocó suavemente mi hombro. Volví la cabeza y halléme con la Niña Chole. Vagaba, cual siempre, por su labio inquietante sonrisa, y abría y cerraba velozmente una de sus manos, en cuya palma vi lucir varias monedas de oro. Rogóme con fanático misterio que la dejase sitio, y doblándose sobre la borda las arrojó lo más lejos que pudo. En seguida volvióse a mí con gentil escorzo de todo el busto:
¡Bien se lo ha ganado!
Yo debía estar más pálido que la muerte, pero como ella fijaba en mí sus hermosos ojos y sonreía, vencióme el encanto de los sentidos, y mis labios aún trémulos, pagaron aquella sonrisa de reina antigua con la sonrisa del esclavo que aprueba cuanto hace su señor. La crueldad de la criolla me horrorizaba y me atraía: Nunca como entonces me pareciera tentadora y bella. Del mar oscuro y misterioso subían murmullos y aromas: La blanca luna les prestaba no sé qué rara voluptuosidad. La trágica muerte de aquel coloso negro, el mudo espanto que se pintaba aún en todos los rostros, un violín que lloraba en la cámara, todo en aquella noche, bajo aquella luna, era para mí objeto de voluptuosidad depravada y sutil...

[Ramón del Valle-Inclán.
Sonata de primavera. / Sonata de estío. Madrid: Austral, 1987 (17ª impresión de la 1ª ed. de 1944), pp. 98-103.]

Izq.: Valle-Inclán en 1910. Dcha: Portada de la edición de la Sonata de estío en su Opera Omnia.

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