Diversidad, biología, evolución, ecología, pesca, conservación, evolución, con especial atención a las especies presentes en Galicia.

jueves, 31 de agosto de 2023

Apología del tiburón (1953)

«¿Quien dijo que el tiburón es un monstruo del mar, dañino e inútil, enemigo mortal del hombre? ¡De ninguna manera! Es preciso rectificar libros de texto, tratados de historia natural, enciclopedias, leyendas terroríficas y novelas de aventuras [...]. Hay que rehabilitarlo ante el género humano y desagraviarlo depués de tantos siglos de vilipendio y aborrecimiento. No lo merece».

Manuel Graña González (Cangas do Morrazo, 1878 ‒ Madrid, 1963) fue un sacerdote y periodista gallego que jugó un papel destacado en el desarrollo y consolidación de la prensa católica en España¹. Estrechamente vinculado a los sectores más ultrarreligiosos de la primera mitad del siglo XX, fue miembro del consejo de redacción de El Debate, el periódico impulsado por el jurista y más tarde cardenal Ángel Herrera Oria, uno de los fundadores de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas, y el encargado de poner en marcha su Escuela de Periodistas tras un periodo de formación en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia, fundada a iniciativa de Joseph Pullitzer. El cangués fue también redactor de los diarios Ya y El Ideal Gallego («Diario católico, regionalista e independiente») y de la revista España pesquera²

Además de «haber dedicado toda su vida a predicar el Evangelio desde las columnas de los periódicos», como él mismo escribe, Manuel Graña sentía una gran pasión por el mar y, siendo de Cangas, por la pesca, y demostró ser un gran aficionado a la biología. En 1953 publicó Mares y peces (La Editorial Católica, Madrid), un libro en el que, según reza la solapa, habla «sobre la vida de diversas especies de animales marinos y sus observaciones directas sobre la naturaleza, realizadas en su tierra natal durante las vacaciones estivales», y que contiene un estupendo capítulo dedicado a los tiburones: «Apología del tiburón» (págs. 49-57), del que vamos a ofrecer un amplio resumen. Todas las ilustraciones proceden de él, excepto las dos inmediatamente inferiores. Como es habitual, respeto la ortografía y puntuación del texto original.

Izq. Cangas en día de mercado. Postal de 1920. Dcha. Manuel Graña González.

1. Apología del tiburón: «Como el cerdo, no tiene desperdicio». La intención del autor es evidente desde el mismo título: hacer una defensa de los tiburones. Y hay que admitir que D. Manuel se emplea en ello con admirable fervor y emoción, como vemos en las palabras que abren este capítulo, si bien dejando en el lector actual un regusto amargo, como de cosa incompleta o truncada, una especie de coitus interruptus (y que nos perdone el buen cura por este símil tal vez poco afortunado). Y es que el motivo de tal entusiasmo apologético no es la belleza ni el valor intrínseco del tiburón como criatura de la Creación que es, sino el descubrimiento de su utilidad práctica: «Ahora sabemos que es uno de los peces más útiles para el hombre [...]. Ahora resulta que, como el cerdo, no tiene desperdicio y viene dando origen a grandes industrias».

     La fama, es decir, la mala fama del tiburón es de ser un monstruo terrible, y no es así. Precisamente el gigante de la especie, el «Cetorhinos [sic] maximus», que sobrepasa los 15 metros de largo y algunos le ponen hasta 30³, es un infeliz que tiene unos dientes tan pequeños que no sirven para morder y se alimenta de pececillos y crustáceos diminutos del «plancton». Le persigue la desgracia de que lo confundan con las ballenas, debido a su gran mole. Se ha dado el caso de tomarle por un submarino, pues su aleta dorsal semeja un periscopio cuando sobresale de la superficie, y se le ha cañoneado como tal. En las costas de Galicia apareció uno muerto con una regular abertura «producida por una bala de cañón». Otros dijeron que fué un aeroplano.
     Hay unas pocas especies de escasos individuos que son algo peligrosos; pero después vienen cientos de especies cuyos incontables individuos son completamente inofensivos. Jamás han intentado molestar al hombre.
     A pesar de todo, aun los grandes monstruos de 10 ó 12 metros de longitud, de los cuales antes se dijo que devoraban «hombres enteros», hoy son buscados con gran interés porque todas sus partes son industrializables. El llamado «tigre del mar» nos da pieles, si no tan lujosas como el tigre de la selva, en cambio mucho más útiles y más abundantes, que sirven para mil cosas, desde los baúles de recio cuero hasta los guantes de las señoritas.

El alitán (Scyliorhinus stellaris), «gato marino» o «gato de mar», es efectivamente un pariente cercano de la pintarroja (Scyliorhinus canicula).

En España también se hace aprovechamiento del tiburón: tanto la carne como los aceites de su hígado, al parecer rico también en petróleo, porque en efecto, hay «buenos petroleros» entre los tiburones.

     Por fortuna o por desgracia, no pertenecen a nuestros mares los grandes tiburones; en cambio, abundan muchísimo, especialmente en las costas de Marruecos y del Sahara Español, los de talla mediana, cuyas carnes son comestibles o, si no, se elaboran de muchas maneras para remuneradores subproductos. 
     De ellas se sacan harinas, piensos, colas, abonos nitrogenados y, sobre todo, grasas. En muchos de estos peces el hígado es voluminoso y de él se extraen aceites finos y medicinales, abundantísimos en vitaminas y hormonas. Ya no está solo el famoso aceite de hígado de bacalao: con él compite el aceite de hígado de tiburón. Y, por añadidura, hay algunas especies cuyo hígado da un 90 por 100 de aceite mineral, o sea petróleo. Esto viene a confirmar la hipótesis de algunos sabios de que los petróleos terrestres han sido originados por los peces de mar. En España tenemos el alitán o gato marino y sus congéneres, que son buenos «petroleros». Y lo más raro es que de los hígados de algunos tiburones se sacan, asimismo, pepsinas e insulinas y, por fin, perfumes, algunos tan exquisitos como el de violeta. 

2. Especies de aguas españolas. Graña escribe que en España tenemos tiburones «excelentes»:

     Los tenemos de todos los colores, como rezan esos poéticos apelativos que les han impuesto los naturalistas: «glaucus», atigrado; «ceruleus», azul celeste; «obscurus», «cinereus». De sus mañas nos dice bastante el que los llamen «vulpes», «pez zorro», «lamia», «vampiresa». Como se ve, son cosas inofensivas y fantásticas.
     El «gato de mar» y su parienta la «pintarroja» tienen la piel curiosamente moteada sobre el fondo blanquecino; el marrajo (¡buena pieza!) es azulado; el jaquetón, que alcanza los 10 metros de largo, es ya un tiburón de veras. Cuando abre la boca enseña unos dientes terribles; por eso dicen que es peligroso. Pero a veces naufraga en la playa, lo cual es el colmo para un campeón de natación, y hasta los chiquillos le patean la cabeza. ¡A la verdad, todavía no saben lo que vale!
     La tintorera, ágil, garbosa y voraz, intensamente azul, es igualmente un tiburoncito regular, de tres a cuatro metros de largo, y abunda en nuestras costas. Dicen que es peligrosa, pero se deja pescar muy fácilmente; su carne se vende fresca y se come como si fuese de atún, por su color asalmonado [...]. Uno de nuestros tiburones es el quelvacho, que abunda sobremanera en el sur y en África, de piel recia para curtidos fuertes y con gran cantidad de petróleo en sus «hígados». 

Aunque con el nombre común lobo suele designarse el Carcharhinus obscurus, la especie que se muestra en el dibujo más bien parece un jaquetón de Milberto (Carcharhinus plumbeus), particularmente por el tamaño y posición de su primera aleta dorsal. El obscurus puede alcanzar los 4 m de longitud y el plumbeus los 3 m. El quelvacho es algún Centrophorus sp. Difícil ir más allá del género, dada la calidad del dibujo.

Y concluye:

     Hay muchos más de buena carne y abundantes subproductos. Si quisiéramos hacerles el honor que merecen, deberíamos montar fábricas, como ya se hace en Sudamérica, y hacer la explotación en grande. ¡Cuánto dinero y víveres nos darían!

3. «Excelencias de los escualos». Hay que ser justos con el autor, que no solo ensalza los tiburones por su utilidad práctica, sino que sabe reconocer sus excelentes cualidades biológicas, las cuales, a su juicio, los sitúan por encima del resto de los peces. 

a) Su «muda inocencia»: 

     A su fama bien merecida de campeones de velocidad se añade ahora su utilidad manifiesta y hasta su muda... inocencia. Eso de que algunos tienen «puñales en la boca» no deja de ser cierto en «sentido poético»; sin embargo, no puede asegurarse con certeza que sean, así de lleno, «devoradores de hombres» [...]. Los famosos «puñalitos» no les sirven para maldita la cosa, puesto que los negros de las Carolinas pelean con ellos en el mismo mar, y cuando el tiburón se descuida, el negro le ha traspasado el corazón con un cuchillo, da una voltereta y el monstruo es cadáver. Con todo, ahora ya no se les caza; se pescan para las fábricas, como el bacalao. 

b) Los «más marineros»:

     Vulgarmente llamamos escualos a la inmensa familia de los tiburones, grandes y chicos. Pues bien: de todos los habitantes del mar, los escualos son los más «marineros». El Creador ha dado a los peces un órgano de flotación curiosísimo, que se llama «vejiga natatoria», por medio de la cual pueden moverse a sus anchas por el líquido alimento. ¡Quién había de creer que esa gran familia de los escualos, los mejores nadadores de todos los peces, son los que no la necesitan! ¡Ninguno la tiene!

c) Sin huesos:

     Otra excelencia. A cualquiera se le ocurre que un animal vigoroso debe tener esqueleto fuerte: huesos duros que sostengan las carnes blandas y que sirvan de palancas para los movimientos enérgicos. Pues los escualos, tan vigorosos, tan ágiles y atrevidos, carecen de esqueleto huesoso; el suyo es blandengue, formado de cartílagos; no tienen huesos. Hasta su caja craneana es también cartilaginosa.
     Una vez más, la verdadera fuerza no es materia bruta...

d) La mejor respiración, la mejor salud:

     ¡Qué enojosa debe ser la respiración para los peces que, como las ballenas, tienen pulmones y se ven obligados a subir a la superficie para respirar! Los escualos no son de esos infelices ni como los delfines, que quieren medirse con ellos en velocidad. Tal vez son los peces que respiran mejor. Los naturalistas les han puesto el mote de «elasmobranquios». Quieren decir con ello que sus branquias son como láminas de metal, a manera de un peine. No les basta con una o dos, sino que suelen tener cinco a siete pares a cada lado de la cabeza, y por las aberturas branquiales correspondientes absorben grandes cantidades de oxígeno en comparación con los demás peces, lo cual da a su sangre excelente temperatura y una oxidación activa, que es el secreto de su energía turbulenta.
     Por algo se ha dicho: «¡Dime cómo respiras y te diré la salud que tienes!»
     Los biólogos dicen que la vida es fundamentalmente un fenómeno de oxidación, a lo menos en su aspecto químico. Quizá tengan razón, aunque de esto todavía sabemos muy poco. Como sea, los escualos son el número uno de los peces en su habilidad para respirar, y esto podría explicarnos su vigor, su agilidad y el apetito voraz de que disfrutan.

e) Y además son ovíparos:

Además, tienen la cualidad de ser ovíparos, es decir, que la fecundación y maduración de los huevos, que son pocos y escogidos, se verifica en el interior de la hembra, cosa que no sucede en la mayoría de los peces, y en algunas especies las hembras dan a luz los escualos ya vivos. ¿No ha visto el lector en la playa unos saquitos negros, como almohadillas pequeñas, con unos filamentos en las cuatro esquinas? Pues si las puntas son cortas, son huevos de raya; si son largas y rizadas como los zarcillos de la vid, entonces son de escualos; precisamente de esos gatos de mar; pintarrojas y otros parecidos. Los filamentos que estaban destinados a sujetar la bolsita a las algas del fondo han fallado, y el gatito marino ha venido a naufragar a la playa cuando comenzaba a vivir. ¡Así es también la vida para muchos seres humanos!
El marrajo (Isurus oxyrinchus) puede superar los 4 m y el zorro marino (Alopias vulpinus), los 6 m, la mitad de los cuales, en efecto, corresponden a su larga cola.

4. Kaña sin piedad al protestante: Los tiburones son también antimalthusianos. Y ahora el postre: el mar en su totalidad y los tiburones en particular sirven a nuestro autor, enarbolándolos cual espada flamígera contra el infiel, para refutar una de esas perniciosas doctrinas que de vez en cuando urden los oscuros protestantes en sus guaridas del norte.

     Allá por los principios del siglo pasado un pastor protestante inglés dió un gran susto al mundo civilizado. En un libro pesadísimo formuló una ley según la cual el género humano crece en mayor proporción que los alimentos de los cuales ha de vivir. Los que tienen fe en la Providencia no se lo creyeron, naturalmente; pero los pesimistas y descreídos se echaron a temblar.

Obviamente D. Manuel se está refiriendo a Thomas Malthus y su polémico Ensayo sobre el principio de población, cuya primera edición data de 1798. Para más inri, el clérigo anglicano concluía que para garantizar la supervivencia de la población humana en las mejores condiciones era necesario, entre otras estrategias, algunas de lo más disparatado, controlar de algún modo la natalidad (y no hace falta recordar como semejante concepto, para un alto cura católico, puede suponer poco menos que conjurar a todos los demonios del infierno).

     En todo caso, la refutación más portentosa de la impía teoría de Maltus [sic] y de las perversas costumbres conyugales a que ha dado origen nos viene del gran descubrimiento del mar como inmenso almacén de víveres para el género humano.

Para el cura cangués las ideas de Malthus nada pueden contra la fe en la Providencia. A su juicio, ella es quien ha dotado a la Tierra de recursos más que suficientes para satisfacer las necesidades de la humanidad: «...la población del mundo ha aumentado enormemente; pero las subsistencias de la Humanidad aumentaron muchísimo más. Sólo falta distribuirlas mejor». Y qué mejor prueba de ello que el mar inmenso, tal como se refleja en la portada del libro, que contiene unas ilustraciones magníficas acompañadas por dos citas del Génesis que no dejan lugar a la más mínima duda. 

Graña emplea una de las ideas más extendidas por entonces en la ciencia y la economía: la idea de los océanos como una fuente inagotable de recursos de todo tipo que solo esperan el momento en que las naciones dispongan de los conocimientos y la tecnología para ser explotados: «...cantidades fabulosas de materias primas. No hablemos de algunas, como oro y algas, ni de la utilización de la fuerza de las mareas y otras "fantasías" que bien pudieran llegar a ser realidad [...] tantas clases de mariscos y crustáceos, antes casi "desconocidas"...». Y así el autor se entrega a un discurso feliz, desbordante de ilusión y confianza en las inextinguibles riquezas de los mares del mundo:

¿Ha pensado el lector en los millones de kilómetros cuadrados de su superficie, todos cuajados de peces de tantas clases, y de los cuales hoy se puede aprovechar todo, incluso las espinas y las escamas? ¿En los innumerables caladeros vírgenes, aun no tocados por los artes de la pesca? ¿En la riquez incalculable de toda clase de pescados de los mares polares y australes?

La descarnada ingenuidad del discurso produce hoy escalofríos. Estamos comprobando —salvo los más recalcitrantes, tanto por intereses económicos directos o por ignorancia activa o pasiva— como las naciones han llevado a los océanos de la Tierra al borde del colapso debido a la sobrepesca, la contaminación, la devastación de los hábitats costeros, el cambio climático inducido... Hemos constatado que el mar no es inagotable, que no es inmune a las actividades humanas y que está en grave peligro. Tal vez D. Manuel Graña, de vivir hoy, estaría echándose las manos a la cabeza al ver de que manera la humanidad está cargando de razones al inglés infiel hurtándoselas a la Providencia.

     Volvamos a nuestros «simpáticos» tiburones. Como hemos dicho, los escualos, contando los grandes y los pequeños, son abundantísimos en todos los mares. Tanto, que algunos naturalistas temían una invasión. Pero en algunas naciones ya se han montado grandes industrias a base de su captura. Pronto tendremos las fábricas flotantes modernas para la elaboración de sus carnes, pieles, aceites y demás subproductos; barcos-fábricas que podrán trabajar en todos los mares del globo. 

Da miedo, ¿verdad? Pues esto lo remata:

Ni siquiera nos habíamos fijado hasta ahora que las aletas duras y espinosas de los peces son en ellos carnosas y blandas. A alguno se le ocurrió guisarlas. ¡Maravilloso! En el Japón y Norteamérica hacen con ellas unas cajitas de conserva que son la delicia de los paladares exquisitos.
     ¡Bendigamos a la Providencia, que ha hecho de los tiburones animales tan excelentes y beneficiosos para la Humanidad! ¡Y los hombres lo ignoraron durante siglos! ¿Qué culpa tienen los tiburones?

Pues si. Todos nos preguntamos lo mismo: ¿Qué culpa tendrán los tiburones? Mejor les hubiera ido de haber permanecido en esa ignorancia de que habla el cura, que es la ignorancia por parte del sistema económico.

En conclusión. De nuevo, hay que ser justos con el autor. D. Manuel Graña no hace más que reflejar las ideas y conocimientos de la época que le tocó vivir, tamizadas, como es natural, por su formación y sus creencias. Este libro, con todas sus inexactitudes y errores, es producto de una pasión y un amor sinceros por el mar y sus criaturas que solo podemos respetar y, por qué no, admirar, incluso desde las antípodas de su ideología.

Ilustración original que cierra el capítulo, aunque en él no se mencionan a las rayas excepto para referirse a sus huevos.

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¹Ya desde finales del siglo XIX los altos estamentos del país, profundamente religiosos y, en muchos casos, reaccionarios, sintieron la necesidad de impulsar el desarrollo de una prensa afín a su ideario —la autodenominada «buena prensa»— con el objetivo de hacer frente a la crisis de lo que ellos llamaban «valores tradicionales» y el consiguiente avance de ideas de corte liberal e incluso anticlerical gracias, entre otros factores, a una serie de periódicos que, consecuentemente, cabe suponer, debieron de considerar «mala prensa» o «prensa indigna» (uno de los propósitos de la Escuela de Periodistas de El Debate, que se inicia en 1926, era formar periodistas para «dignificar el periodismo»).
²Para más información puede consultarse, por ejemplo, Graña González, Manuel, Real Academia de la Historia, Diccionario Biográfico electrónico (https://dbe.rah.es/biografias/11270/manuel-grana-gonzalez).
³El tiburón peregrino (Cetorhinus maximus) puede llegar a superar ampliamente los 10 m de longitud total hasta llegar incluso a los 12 m, según Ebert & Stehman (2013). Sharks, Batoids and Chimaeras of the North Atlantic. FAO, Roma. Peregrinos de más de 15 m nunca se han observado, ya ni hablemos de 30 m. Esta cifra no tiene sentido.
Esos «grandes monstruos de 10 ò 12 metros» son probablemente tiburones blancos (Carcharodon carcharias). Existen numerosas noticias que hablan de ejemplares de 10 metros o más a lo largo de los siglos XIX y XX, algunos en el Mediterráneo, en su mayor parte exageraciones (véase, por ejemplo, 52 grandes blancos). Es posible que antiguamente, antes del advenimiento de la pesca industrial, hubiese en el mar tiburones blancos de gran talla; hoy la longitud máxima recogida, no sin cierto debate, en la literatura científica es de 640 cm, si bien existen avistamientos de ejemplares de tallas bastante superiores que, al no poder ser medidos correctamente, deben permanecer en el limbo científico. Este punto lo discutimos en el artículo Cuánto puede medir un tiburón blanco. Véase también la nota 7, abajo.
La expresión «tigre del mar» no alude necesariamente al tiburón tigre (Galeocerdo cuvier), sino que solía emplearse de manera genérica para referirse a los tiburones. Véase, por ejemplo, Los tigres del mar (1916).
-«Glaucus»: Posiblemente D. Manuel se refiere a Squalus glaucus Linnaeus, 1758, el nombre científico, hoy no aceptado, de la tintorera, Prionace glauca. Glauco es una palabra derivada del latín glaucus que puede tener varios significados relacionados con el color: desde verde claro (RAE), hasta verde azulado o azul verdoso e incluso gris o gris azulado —en definitiva, el cambiante color del mar—. Glaucus proviene a su vez del griego glaukós, 'brillante', 'resplandeciente', término con que Homero describía la centelleante superficie del mar. No conozco ninguna acepción con el sentido de «atigrado», y teniendo en cuenta que la tintorera no tiene nada de atigrada, sino que es precisamente del color del mar, es posible que se trate de algún error involuntario del autor. Soy consciente de que discutirle los latines a un cura (tanto más tratándose de un cura con la extraordinaria formación académica de nuestro autor, dicho sea sin el más mínimo asomo de ironía) es una osadía de la que uno puede salir escaldado, pero esto es lo que hay y lo que he podido averiguar. Véase, por ejemplo, la entrada correspondiente en la excelente The ETYFish Project.
-«Ceruleus»: Puede referirse a Squalus caerulus Blainville, 1816 (una sinonimia ambigua y no aceptada para la tintorera, que en efecto puede ser «azul celeste») o bien a Carcharias ceruleus DeKay, 1842, sinónimo no aceptado del jaquetón de Milberto o tiburón gris, Carcharhinus plumbeus (Nardo, 1827).
-«Obscurus»: Jaquetón lobo Carcharhinus obscurus (Lesueur, 1818).
-«Cinereus»: Se refiere al boquidulce, Squalus cinereus Gmelin, 1789, otra sinonimia no aceptada. Actualmente el nombre científico válido es Heptranchias perlo (Bonnaterre, 1788).
-«Vulpes», «pez zorro»: Con toda probabilidad se refiere al zorro marino (Alopias vulpinus), una de las dos especies de alópidos presentes en aguas españolas, mucho más común y relativamente fácil de observar que el zorro negro o zorro ojón (Alopias superciliosus).
-«Lamia»: Nombre que suele hacer referencia al tiburón blanco.
-«Vampiresa»: No he sido capaz de localizar el refente de este nombre común.
Jaquetón es un término un tanto ambiguo que puede aplicarse a varias especies de tiburón, si bien en el pasado siglo solía utilizarse con bastante frecuencia para nombrar al tiburón blanco, como parece obvio que es el caso aquí. Aunque si la noticia sobre chiquillos que patean ejemplares varados se refiere a Galicia, es muy probable que el cangués esté confundido. Lo que solía varar en playas o caer accidentalmente en las redes de pesca era normalmente uno de sus parientes cercanos, con el que guarda un parecido evidente pues pertenece a su misma familia (Lamnidae): el cailón o marrajo sardinero (Lamna nasus), el cual puede llegar a superar ampliamente los 3,5 m. No obstante, ha habido registros antiguos que dan para alimentar la imaginación del lector, dos de los cuales hemos recogido en el artículo Un monstruo en cabo Prior y otro en Combarro.
No hace falta señalar que las ballenas no son peces, sino mamíferos. Los únicos peces que disponen de pulmones funcionales son los dipnoos.
Nuestro cura da aquí un pequeño traspiés conceptual. Ovíparos son los animales que, como las gallinas y las pintarrojas, simplemente ponen huevos, no aquellos en los que «la fecundación se verifica en el interior de la hembra». Esto se denomina fecundación interna y la comparten todos los tiburones, ya sean ovíparos, vivíparos aplacentarios o vivíparos placentarios (las especies que siguen estas dos modalidades reproductivas son las que paren las crías vivas). Todo este apartado referido a la reproducción es un tanto confuso. 

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