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viernes, 9 de junio de 2023

Solrayo en Vilanova: Diario del 2-VI-22.

Odontaspis ferox. Toño Maño.
Hace exactamente un año y una semana aparecía en Vilanova de Arousa el primer Odontaspis ferox jamás registrado en Galicia. Fue un acontecimiento extraordinario (y una experiencia inolvidable) que dio lugar a un artículo bastante largo que constaba de dos partes: una contenía información sobre la especie y la trascendencia del suceso y la otra era un diario personal de aquella jornada, que he creído que es mejor que tenga su propio espacio. Aquí lo tenéis, el diario del 2 de junio de 2022.

-------🚙💨ODISEA A BORDO DE UN CITROËN-DeLOREAN (Diario personal📝)-------

Jueves, 2 de junio de 2022.

a. La noticia alucinante. La noticia comenzó a entrar en el móvil a primera hora de la tarde de manera fragmentaria y un poco deslavazada. Eran mensajes con la foto de un "tiburón raro" que, según decían, habían pescado en Galicia. Este tipo de cosas que, sin conocer la fuente, dada la cantidad de bromas de este tipo que circulan por las redes, uno valora siempre con una ceja levantada («¿Un odontaspis? ―porque sin duda eso es lo que era―. ¿Aquí?»). Sin embargo, muchos minutos después llegaron otras fotografías de lo que parecía el mismo animal, aunque muerto o moribundo en unas rocas a muy poca profundidad, y por último un vídeo. Y si, si que era en Galicia, ya no había duda. Y a la primera ceja levantada se le sumó la segunda (menos mal que solo tenemos dos). Alucinante.

Sabía que nuestro mar figuraba de algún modo en algunas guías como parte de la zona de distribución de esta especie, de hecho la había incluido en el apartado de citas dudosas del listado de tiburones de Galicia, pero no lograba recordar si había alguna referencia concreta. No estaba en casa y no quería consumir la poca batería que me quedaba en el móvil en una búsqueda que en esos momentos no tenía mucho sentido. Lo que tenía claro era que se trataba de un acontecimiento único que no me podía perder por nada del mundo. «¡Voy para allá! ―me dije―. Pero ¿dónde carallo es "allá"?». La respuesta llegó a última hora a través de una red social: Vilanova, justo al otro lado de la ría. Seguro segurísimo.

Conozco el pueblo y enseguida encajé las imágenes: el puente que se veía en el vídeo era el de la carretera que va hacia la Illa. ¡Estaba a unos 50 minutos! Me fui a casa, dejé la bolsa de la compra, agarré a mi hija, o ella me agarró a mi, o nos agarramos el uno al otro (no recuerdo), y arrancamos, contentos como cascabeles. El sol aún tardaría más de una hora en ponerse.

Foto: Toño Maño. 

b. Citroën en DeLorean transformado. En 49 minutos ya habíamos aparcado y echado a andar a toda prisa hacia el lugar donde sabía que se había grabado el vídeo. Y cuando llegamos... ocurrió que el bicho no aparecía por ningún lado. ¡Ni rastro! Era, una vez más, la ley de Murphy, que gobierna el mundo. Nuestro gozo en un puñetero pozo. Al fondo, sobre la sierra del Barbanza, había entrado una franja de nubes que sofocaba la luz del crepúsculo y en el aire flotaba un agradable olor a algas y eucalipto. Al cabo de unos tristes minutos mi hija sugirió: «En el puente hay gente mirando. ¿Y si volvemos por ahí? A lo mejor vemos algo». Abatido y escéptico, obedecí, al fin y al cabo fui yo quien había dirigido toda la operación. Ahora le tocaba a ella. 

Llegamos a la altura de unos paisanos que estaban apoyados en la baranda observando y comentando, e hicimos lo que ellos: mirar en la misma dirección. Y entonces vimos los destellos azules que venían del fondo del Esteiro, de la parte de Caleiro; distinguimos un coche de la policía y, por delante, al borde del agua, un grupo de personas. Justo en ese instante recibí la llamada de un buen amigo que me confirmaba que el tiburón seguía allí (que no, que no se lo habían llevado) y que además estaba vivo. Ju tenía razón.

No hace falta decir que en cosa de nanosegundos nos materializamos en aquella parte del Esteiro ―el Citröen parecía haberse transformado en el DeLorean de la película, desapareciendo con nosotros dentro y (casi, casi) dejando las dos famosas rodadas de fuego impresas sobre el asfalto―, que naturalmente no era Hill Valley, California, sino A Pantrigueira, parroquia de Caleiro, Vilanova, que es mucho más bonita y además no se encuentra perdida en el pasado o en el futuro, sino en un presente inolvidable. 

1. Detalle del costado derecho del tiburón en el que se pueden apreciar algunas marcas y lesiones. 2 y 3. Varado sobre el lodo bajo la escasa luz de lo que quedaba del día y de las linternas de los móviles. 4. Ju teniendo razón (lástima que su padre sea tan malo haciendo fotos con el móvil). 5. Fotógrafos fotografiando. Fotos: Julieta Maño y Toño Maño. 

En la orilla, al pie de una rampa de tierra y cascotes, se habían congregado un puñado de curiosos y un policía municipal. A unos 20-30 metros divisamos la oscura forma sobre la superficie. A su lado había un tipo con un móvil. Pregunté al policía si era peligroso meterse en el agua e ir andando hasta allí, si había pozas o cualquier cosa rara (¡yo qué sé!). «Pola aghua non tendes problema. A cousa é se hai cristales ou puntas na area. Non vaiades poñer o pé enriba».
 
Nos miramos, nos descalzamos y allá nos fuimos. Sin pensarlo. Había pocos centímetros de agua, pero los pies se hundían en el fango mezclado con algas, caliente, esponjoso y suave como pasta de babosa, pensé. Resultaba un tanto desagradable, pero ahí delante estaba el magnífico pez.

c. El magnífico pez. El pez era imponente, ninguna foto le hace justicia. Estaba inmóvil, aprisionado sobre el fango con el agua a la altura de los ojos: una masa compacta, firme como una roca, que no podía dejar de admirar. Al contemplarlo desde la altura de una persona, las sensaciones eran contradictorias: por un lado se podía intuir la fortaleza y la potencia de aquel cuerpo perfectamente diseñado y, por el otro, su fragilidad y, acaso, su desamparo. Sus ojos también observaban, fijamente. Salvo por nuestra presencia, todo estaba en calma. No soplaba la más mínima brisa y la superficie del agua estaba lisa como un plato. Había algo irreal en toda aquella situación.

De pronto el animal pegó una tremenda sacudida. Barriendo el agua con la cola y con el cuerpo doblado por la tensión, levantó la cabeza la boca se abrió y cerró con un golpe seco, sordo, duro, que pareció clavarse en el aire como un proyectil―, la giró hacia un costado y la dejó caer. Fue un breve instante en el que todas esas sensaciones tan cargadas de significado moral, tan humanas, se convirtieron en un absurdo, en un sinsentido. Aquella criatura era una fuerza pura, un torrente de energía que luchaba contra su extinción. No había debilidad ni desamparo en aquel gesto, solo lucha.

A lo largo de la hora y pico que estuvimos allí el tiburón no volvió a debatirse con tal potencia. Las fuerzas se le estaban yendo minuto a minuto. Además de las esperables erosiones y marcas provocadas por el aparejo y las rocas, su cuerpo presentaba varias heridas y cicatrices que se concentraban sobre todo en el costado derecho. Las más importantes no parecían recientes.

Fotos: Toño Maño.
d. Paisanos, policías y cowboysA medida que bajaba la marea llegaban más y más curiosos, y con ellos el municipal. Algunos se acercaban, bajo su discreta mirada, a tocar al tiburón, pasaban la mano por el lomo en un sentido y en el otro (incluso así, la piel del solrayo es más suave que la de otras especies), comprobaban la consistencia de las aletas, comentaban las marcas sobre su cuerpo. El ambiente se llenaba con sus expresiones de sorpresa, curiosidad, admiración e indignación (¡cómo era posible que nadie hiciera nada por salvar a aquel pobre animal!), y también con sus bromas. Alguien propuso filetearlo y venderlo como pez espada (estas cosas pasan), antes de venirse arriba y probar a sentarse a caballito sobre su lomo, sujetando la dorsal como si fuese una silla de montar. Ahí el paciente municipal se vio obligado a intervenir con firmeza.

De vez en cuando el tiburón se agitaba: su cuerpo se tensaba y doblaba, las aberturas branquiales se abrían ligeramente, de algunas caía un hilo de sangre. Era evidente que se estaba ahogando. Sus fauces se abrían y cerraban como si quisiesen apresar la vida que se les escapaba. Pero lo único que habían conseguido atrapar era una bola de algas que había quedado ensartada entre los afilados dientes y que le confería al pez un aspecto trágicamente grotesco.

Los perfiles del Barbanza se desvanecían junto con los restos del día. La delgada lámina de agua se iba fragmentando en pequeños charcos dispersos sobre una amplia extensión de lodo y algas. En su retirada, la última luz del ocaso parecía llevarse consigo el agua y el último aliento del pez. Como en un buen western de Peckinpah. El ambiente se iluminó con las luces de los móviles y de las lejanas farolas. Sobre las once llegó otro municipal, más alto, corpulento y malencarado, y nos echó a todos de malos modos. Con lo poco que cuesta ser amable. El paisano que quiso ser cowboy se negó a acatar sus órdenes; tras un tenso tira y afloja se declaró biólogo aficionado y se alejó protestando con científica indignación. Todos tuvimos que abandonar el lugar.

Pasadas las once y cuarto, el DeLorean había vuelto a ser definitivamente Citroën. Rendidos y desinflados, arrancamos de vuelta hacia el otro lado de la ría previa parada técnica en Villagarcía, en un famoso restaurante escocés, como se decía en aquella otra película.

Foto: Julieta Maño Capurro.

EPÍLOGO: Qué pasó con el tiburón. Al día siguiente la prensa informaba de que el tiburón había muerto en torno a la una de la madrugada y que el ayuntamiento había enviado una pala del servicio de obras para llevárselo, «bajo la coordinación de la Policía Municipal y la colaboración del Seprona», a la nave donde por la mañana biólogos de la Cemma le practicaron una necropsia.

En algún periódico he leído que en el esteiro se habían congregado «cientos de personas» y que la policía se había visto obligada a intervenir «para evitar males mayores». Pues bien, esto sencillamente no es cierto. Para empezar, no éramos «cientos de personas» los que estábamos allí; aquello no era una manifestación, sino una reunión de curiosos que no llegábamos al medio centenar. Por otro lado, la expresión «males mayores» presupone que hubo antes algún «mal», y excepto para el pobre animal, allí el único «mal» que sufrimos los que caminamos a dos patas fue la pena (y ya puestos, también la poca educación y malos modos del municipal 2). El tiburón ni «lanzaba mordiscos» a nadie ni «daba latigazos» con la cola, como había escrito el redactor; sencillamente agonizaba. Solo con mantenerse apartado un par de metros de la cabeza era suficiente para evitar cualquier susto. Y ya no digamos cuando el agua se retiró por completo... A menos que alguien albergase el temor de que al tiburón de pronto le creciesen piernas y brazos y echase a correr detrás del personal arrancando cabezas a dentelladas. Excepto el incomprendido y frustrado cowboy, la gente actuó en todo momento con razonable cautela.

Foto: Julieta Maño Capurro.

👉 Primera cita del solrayo (Odontaspis ferox) en Galicia.

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